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Una mezquita, una oración y un oasis en el desierto

Una experiencia religiosa en Turkestán, Kazakhstán, milenaria tierra de misticismo islámico y corazón de Asia Central, lugar de paso de las caravanas que llevaban sedas de China a Europa durante el Medievo




Turkestán. El nombre encerraba la magia y el enigma de los relatos de L as mil y una noches. Imaginaba esta ciudad del sur de la ex república soviética de Kazakhstán llena de turbantes, túnicas y camellos. ¡Febril imaginación dieciochesca!
Poco después de las 16, atrás quedaron los bulevares sombreados y frescos de Almaty, la antigua capital del país. En Turkestán todo es calor y desierto. La brisa quema, no alivia. Pero Adilbek, como un soldado, espera estoico en el andén. Esa tarde misma iremos a las ruinas de la ciudad medieval de Otrar.
Apenas una hora para recuperarme de las 18 del viaje en tren, darme una ducha, comer algo y salir. En el hotel, bien puesto y muy occidental, pero casi sin pasajeros, abren la cocina para una solitaria y hambrienta viajera. "¿Qué hay?", le pregunto a la persona que atiende. Le entiendo que puede ser una sopa. ¿Sale rápido? Adelante.
Deben hacer, como mínimo, 40°C, a las 17, frente a un caldo caliente con fideos y dos albóndigas flotando. Entonces llega Adilbek y nos subimos a un Audi veterano que seguramente conoció otras glorias. De aire acondicionado ni hablar. El chofer, además, decide no darle tregua. Tan entusiasmado está de tener a bordo a alguien tan exótico como una argentina, que castiga cambios y pedales sin piedad.
A los cinco minutos de andar se acaba la ciudad y empezamos a galopar por un camino de ripio. Busco el cinturón de seguridad, pero del que alguna vez hubo sólo queda el enganche. En el velocímetro la aguja está clavada en 20 kilómetros por hora (ojalá los frenos sí funcionen). Mientras, guía y chofer enciman comentarios con preguntas en una mezcolanza de inglés duro y ruso. Cuando me cuesta entender es que pasaron al kazajo y comentan entre ellos.
"¿Cómo está Diego?" Como si fuera de mi familia, Maradona sigue encabezando el ranking de inicio de conversación en Asia Central. El chofer, de unos 50 años, sabe mucho de fútbol y todavía vibra con las antiguas jugadas de nuestro crack, así que quiere saber qué es de su vida. Y del fútbol se pasa a la Argentina, la religión, las costumbres, el viaje de una mujer sola atravesando una tierra tan lejana, en una ininterrumpida bocanada de preguntas.
A lo largo de los 70 kilómetros me hablan de la estepa sin fin en la que se puede galopar hasta el horizonte, de esa tierra amplia de subsuelo generoso, de su gente amable y creyente, de lo orgullosos que están de su pasado nómada y su cultura centroasiática.

En ruinas

Llegamos a Otrar con las ruinas ya cerradas, pero obviamente las puertas se abren para la extranjera. El sol sigue alto e increíblemente agobiante a pesar de ser las 18.30. Recorremos las construcciones semidesenterradas de lo que fue un próspero oasis arrasado en 1219 por los mongoles de Gengis Kan. Por allí anduvo la Unesco hace 10 años y reconstruyó el hamam (baño turco); también descubrió murallas y viviendas, y dejó sembradas al aire libre vasijas y cerámicas a las que la ausencia de lluvia les permite sobrevivir.
A pesar de los mongoles, a la ciudad la pusieron en pie nuevamente sus habitantes kazajos y casi 200 años después, en 1405, fue el último sitio que pisó Tamerlán, la otra temida espada de Asia Central. El recorrido deja intuir lo que fue un centro comercial activo del Medievo por el que pasaban, rumbo a Constantinopla y Europa, las ricas caravanas cargadas de seda china.
Poco quedó de esa prosperidad. Hoy Otrar es un pequeño pueblo a pocos kilómetros, con un mausoleo y mezquita conmemorativa a los que llegan peregrinos de todas partes. El mausoleo del predicador sufí Aristan Bab es un edificio de ladrillos color desierto, asimétrico, de techos altos, con dos cúpulas a un costado y dos macizos minaretes en sus extremos. Aunque no coinciden las fechas se cuenta que Aristan Bab vivió en la época de Mahoma, pero más de 400 años más tarde apareció en Turkestán y se convirtió en maestro de quien luego fue uno de los más venerados predicadores místicos islámicos de Asia Central, Khoja Ahmad Yasawi.
Me descalzo en el atrio y me cubro la cabeza en señal de respeto. Está por empezar una oración. Adilbek sabe que soy católica, pero me invita a participar. Me parece un gesto trascendente de su parte, que valoro sinceramente. Sentado sobre la alfombra, el imán espera. En la sala hay dos o tres sarcófagos, y otro más en otra habitación contigua, separada por una reja. Es el del propio Aristan Bab.
Todos sentados en la alfombra, los fieles musulmanes ahuecan sus manos y comienza el breve rezo. Somos seis o siete personas, el religioso recita y la grey responde. Son pocos minutos al caer la tarde y la oración volverá a repetirse en cuando se junte otro grupo. Luego, algunos seguirán su camino y otros se quedarán en la otra sala, que oficia de mezquita. Termina la oración y Adilbek me guía hacia ella. Es una sala más amplia, con columnas de madera en el medio, antiguas y talladas; las paredes son blancas y una alfombra verde con motivos claros cubre toda la estancia.
Los fieles, descalzos. Al frente, el mihrab, mirando hacia La Meca. Es jueves y ya la gente comienza a llegar para pasar la noche en vigilia en espera del viernes de oración. Son familias, con chicos. Me explican que aquí oran todos juntos sin distinción entre hombres y mujeres, a diferencia de las costumbres que quieren imponer los sauditas en las nuevas y ricas mezquitas que construyen en distintas partes de Kazakhstán.

Rezo por vos

Adilbek me dice que rezará por mí para que sea un buen viaje y regrese bien a mi casa, que está tan lejos. Me sorprende nuevamente. Se dirige al fondo de la sala y comienza sus abluciones. Con los brazos extendidos se inclina varias veces hacia el suelo, luego se sienta y sigue rezando con amplios movimientos hacia arriba y abajo. Me siento realmente conmovida por el gesto. No es la primera vez que visito un país musulmán, pero es la primera en que me hacen participar de una oración y alguien le pide a Alá que proteja mis pasos. Qué diferente fue Egipto, por ejemplo, donde los cristianos coptos viven en un estado de permanente tensión con la mayoría musulmana y predomina la desconfianza entre ambos credos.
Salimos y a pocos pasos de la mezquita hay un pozo a la manera de aljibe, con cuencos por todos lados para que la gente beba y se refresque ritualmente. Adilbek sumerge una especie de cucharón y me da a beber. Dice que hay que beberlo completo. Le digo que es muy grande, que sólo beberé un poco. Advierto que me mira atentamente. Trago y el agua reasulta salada. Una amplia sonrisa le ilumina la cara. Esperaba mi reacción y me mira con picardía. ¡El agua es salada y estamos en un oasis en medio del desierto! No hay explicación, me dice. Es parte de los misterios de la fe. Así que los peregrinos llegan, beben y se refrescan con esa agua salobre hasta la intoxicación, antes de ofrecer sus oraciones en la mezquita.

Vivan los novios

Ya estamos de salida cuando veo que se acerca a paso rápido un cortejo de unas veinte personas. Lo encabeza una novia. De blanco inmaculado en medio del desierto, con tules, cola, tacos altísimos, un bouquet de rosas en sus cuidadas manos y peinado elaborado. Nada diferente de lo que podría verse en Buenos Aires. Le hago algún comentario y Adilbek no deja escapar el momento. Se acerca y me presenta. Dice que vengo de muy lejos y, como un buen deseo se potencia cuando quien lo pronuncia viene de lejos, me ubica al lado de la novia. Y termino, así, sucia, con toda la tierra del desierto encima, integrando la foto familiar de lo que quizá sea el día más importante de la vida de esta chica kazaja. Le deseo suerte en mi cascado ruso, me mira como no entendiendo la situación, y acto seguido todos sonreímos para las cámaras.
Seguimos nuestro camino. Antes de subir al auto, Adilbek insiste en que pruebe la leche de camello que venden en un puestito a la entrada del mausoleo. ¡Ideal para un día de 40°C! Dice que es rica y saludable, que refresca y ayuda a reconfortar al peregrino. Me cuesta declinar ante su insistencia, pero leche tibia de camello, probablemente recién ordeñada, no me parece lo más adecuado para esta tórrida jornada y para la que espera al día siguiente. Más los 170 kilómetros de manejo desenfrenado del chofer hacia el próximo destino, Chimkent.

Datos útiles

Cómo llegar. En avión: por Turkish Airlines, Buenos Aires-Estambul-Almaty. De ahí, vuelo interno hasta Chimken y 170 km. De tren hasta Turkestán o directamente Almaty-Turkestán en tren (18 horas). Por British Airways, Buenos Aires-Londres-Almaty (9 horas desde Londres en vuelo directo a Almaty).
Para tener en cuenta
Evitar los meses de verano. No es un tema sanitario, sino de comodidad para viajar.Evitar viajar por carretera. Las agencias insisten en tours privados, en autos con chofer, pero lo único peligroso de Kazakhstán son sus rutas. Manejan rápido, mal y con poca noción de seguridad vial. Así que si no puede hacer una combinación aérea use el tren. Los trenes son viejos, pero cómodos, seguros y muy agradables para un viaje largo. Además tendrá un mínimo contacto con la gente, lo que sumará atractivo a su viaje.Si quiere aprovechar el viaje en tren (partiendo de Almaty) agregue un día en Taraz, luego siga a Turkestán (2 días más) y termine el viaje en Tyuratam para visitar el cosmódromo ruso de Baikonur. Desde allí (territorio de Kazakhstán, pero bajo dominio ruso hasta 2050) partió el primer cosmonauta que circunnavegó la Tierra, Yuri Gagarin, en 1961. Esta es la parte cara del viaje y hay que arreglarla con más de dos meses de anticipación para conseguir la autorizacióm de las autoridades rusas. El mayor atractivo es visitar el cosmódromo en fecha de lanzamiento de cohetes (tripulados o no).

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por Redacción OHLALÁ!


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