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Una tendencia cada vez más visible, comer a oscuras

En Zurich o París, la comida ya no entra por los ojos




Uno entrecierra los ojos a la hora de meditar o al hacer memoria para ubicar algo que no encuentra. Y los cierra para dar un beso o escuchar un disco. Recuerda las memorables interpretaciones de no videntes de Vittorio Gassman o Al Pacino en Perfume de mujer. Imagina que el tenor Andrea Bocelli, Ray Charles, Stevie Wonder o José Feliciano, entre otros grandes músicos ciegos, tienen un universo más intenso que nosotros. Sólo me faltaría agregar la cita imprescindible de El Principito: Lo esencial es invisible a los ojos.
En Buenos Aires tenemos un teatro ciego en el Centro Cultural Konex. El Grupo Ojcuro pone en escena La isla desierta, de Roberto Arlt, sin ninguna luz. Uno no ve nada. Sólo oye dedos sobre un teclado, el sonido de la sirena de un barco y las voces de los intérpretes.
Durante 70 minutos entramos en las sombras hasta que al final se prenden las luces. Sólo entonces vemos a los otros espectadores y a los actores de una propuesta provocativa, que lleva tres años en cartel y hay que reservar con tiempo las entradas.
En París fueron aún más audaces con la creación del bar y restaurante Dans le Noir, para tomar y comer a ciegas. Está en 51, rue Quincampoix, muy cerca del Centro Pompidou. Uno no debe llevar nada que brille, ni celulares ni relojes. Tampoco fumar o sacar fotos. Para entrar hay que hacerlo como un gallito ciego, apoyado en los hombros del camarero-lazarillo hasta llegar a la mesa. Incluso para ir al toilette necesitamos su ayuda.
El mozo puede ser no vidente o ayudarse con equipos militares para visión nocturna. Podemos elegir entre dos menús principales, que tienen un costo de 29 a 37 euros por persona.
Uno se llama Sorpresa porque no nos dicen qué nos van a servir. Hay que confiar y guiarse por los aromas y el gusto. Otro es algo más convencional porque sabemos de qué se trata. No son platos simples, sino gourmet, porque estamos en Francia. Hay carnes, pescados, mariscos, verduras con salsas de champiñón o salvia. Es común mancharse a pesar de la servilleta babero. O comer con las manos igual que los chicos y parecerse a los bebes que meten el dedo en el plato para explorar los alimentos. Por precaución no sirven sopas. El postre es más sencillo.
Se come en silencio, conversando lo justo sin levantar la voz; hay risas contenidas ante los papelones que estamos pasando aunque nadie nos vea. Al avanzar la noche sentimos que se acentúan los sabores más que lo habitual, que masticamos más lentamente, que vamos pensando en lo que comemos en lugar de tragar apurados. Otros visitantes no van a comer, sino a tomar una copa en el bar, pero el mecanismo es el mismo. Como una cata a ciegas con botellas sin marca. Por la tarde sirven té y también cócteles de frutas. El gran papel lo juega la música.
Estamos entrando en la oscuridad, comprendiendo por algunos momentos cómo es el mundo de los que no pueden ver. La idea la puso en marcha la asociación Paul Guinot, una de las organizaciones de ciegos más importantes de Francia. Y no es la única en el mundo.
El pionero fue el Blindekuh, en Zurich, al que siguieron los llamados Unsicht-Bar, en Alemania (Colonia y Berlín), sumándose otros en Viena y Londres. La respuesta ha sido exitosa porque hay que reservar con tiempo para obtener mesa, ya que son locales pequeños. La apelación es la misma, agudizar los sentidos, cerrar los ojos para ver mejor.
Por Horacio de Dios
Para LA NACION

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