

En 1950, yo tenía 21 años, y Eduardo Bianco -el famoso director de orquesta típica- me propuso salir de gira por Europa con Julián Plaza, Alfredo Marcucci, Jorge Luongo y Américo Fíguola, entre otros músicos.
La orquesta Bianco-Bachicha se había separado hacía tiempo, y después de recorrer el mundo entero hasta la Unión Soviética, Bianco estaba de vuelta en Buenos Aires. Por entonces yo trabajaba para Radio El Mundo con Astor Piazzolla, pero la orquesta acababa de disolverse. Entonces Bianco, me dijo: "Che, querés hacer un viaje... no sé si vas a ganar plata".
Y como a esa edad la cuestión era conocer y salir, nos embarcamos en un barco de carga bautizado Santa Fe. Allí hice amistad con un señor muy alto, morocho él, que se llamaba Ariel Ramírez, y al igual que nosotros, salía un poco a la aventura para dar audiciones de folklore en Europa.
Nuestro primer destino fue Génova, una gran frustración. Porque nosotros pensábamos arrasar como hizo Bianco antes de la guerra, pero transcurría 1950, el boggie estaba en boga en Europa, y con el tango nadie quería saber nada. Además, había una malaria increíble.
En esa época, la Argentina era el país de la abundancia. Nosotros llegábamos forrados de cartones de cigarrillos americanos, y los músicos italianos iban al quiosco a comprar cigarrillos sueltos: " Due cigarette ", pedían. Yo decía, cómo puede ser. A mí nunca se me había cruzado por la cabeza que se podían vender cigarrillos sueltos. Les regalaba atados de Chesterfield, y los tipos me miraban como si fuese Jesucristo.
Así empezamos a tocar en una bo”te. Tocamos un tango, otro tango, y después se acercó el dueño del local y dijo: ¿Y van a tocar otro tango más? "¿Un´altro tango?", decía el tipo. "La gente quiere escuchar boggie".
El asunto era ver cómo subsistir después de esa experiencia. Boggie con bandoneón, no va. ¿Qué hacemos? Meta pensar con Julián Plaza, uno de los bandoneones. Entonces digo: "Bueno, qué se yo, ustedes pueden tocar Czardas, de Monti, para cuatro bandoneones, y nosotros hacemos un arreglo".
Después salí a comprarme una partitura de Rapsodia en azul, El vuelo del moscardón y ese tipo de cosas, porque si no corríamos una coneja impresionante.
Al llegar a Monza se sumó un ballet suizo. Hacíamos nuestro repertorio de rutina hasta llegar al ballet, y ahí tocábamos una selección de El Cascanuez. Como las partes que se tocaban estaban señaladas sobre la partitura original, uno daba vuelta la hoja y decía: "Salta de la página veinte a la cuarenta... ahora... de la cuarenta a la ochenta y cinco".
Por otra parte, las pibas del cuerpo de baile eran una belleza impresionante, nosotros éramos pibes y no podíamos dejar de mirarlas. Pero una noche, de tanto mirarlas, nos perdimos todos. El primer bailarín tenía levantada a la primera bailarina en el aire, la daba vueltas y llegaba el final, pero nosotros estábamos tan perdidos que no resolvíamos nunca. "Ferma, ferma", gritaba el tipo, hasta que no aguantó más y se le fue la bailarina al piso.
¿El final?: Chán-chán.
El autor es pianista y compositor.
Por Atilio Stampone
Para La Nación
Para La Nación
SEGUIR LEYENDO


Lanzamos Wellmess, el primer juego de cartas de OHLALÁ!: conocé cómo jugarlo
por Redacción OHLALÁ!

Gala del Met: los 15 looks más impactantes de la historia
por Romina Salusso

Kaizen: el método japonés que te ayuda a conseguir lo que te propongas
por Mariana Copland

Deco: una diseñadora nos cuenta cómo remodeló su casa de Manzanares
por Soledad Avaca Cuenca
