
Tras los amplios ventanales del café Landtmann, que solía frecuentar Sigmund Freud, la ciudad constituye un puente para el asombro. El tránsito, siempre ordenado, incluye desde ómnibus y tranvías eléctricos con tres o más vagones, pulcros y limpios (los tickets se adquieren antes de ascender en las tabaquerías donde también se expenden diarios y revistas), hasta taxis cuyos conductores son turcos, búlgaros y egipcios, por ejemplo.
Los barrios no se identifican con nombres, sino por números, y el céntrico Uno incluye la célebre catedral, del siglo XII; el museo Albertina, y lujosas boutiques. Aquí y allá, entre carruajes de antaño tirados por nobles equinos, jóvenes ataviados con trajes antiguos y blancas pelucas, procuran interesar a los turistas para asistir a los conciertos del magnífico teatro de la ópera.
Bulevares como el Ringstrasse; los museos gemelos de arte y de historia natural proyectados por Gottfried von Semper, a pocos metros del Quartier Museum, que cobijan el Mumok y el Leopold, debido al joven médico que destinó parte de sus haberes a la adquisición de las obras de sus amigos, Oskar Kokoskha y Egon Schiele.
Pueblo culto y amable si los hay, los austríacos mantienen tres inalterables devociones. Wolfgang Amadeus Mozart, imagen infaltable en bolsos, pañuelos, remeras, chocolates y licores; la emperatriz Sissi, encarnada en el cine por Romy Schneider, y el maestro Gustav Klimt (1826-1918), que le sugirió a Olbricht el diseño de la fachada de formas cúbicas del Palacio de la Secession, en 1898. En su interior se halla el friso de Beethoven, en el cual el plástico tradujo pictóricamente los compases de la Novena Sinfonía.
Cultura legada del pasado, dado que la ciudad nació como Vidobona hacia el año 100, vale la pena adentrarse en los supermercados carecientes de inflación y con precios muy similares a los argentinos, y hoteles y restaurantes aptos para todo nivel, lo que incide en que multitudes de turistas de toda Europa y Asia invadan calles y tiendas en ordenados grupos.
Asombrosamente para nosotros, los cajeros automáticos para retirar dinero están instalados en plena acera, por lo que cualquiera puede hacerlo a la vista de todos, sin que nadie se interese. La inseguridad apenas comienza y la policía mantiene severo control.
El único y seguro riesgo que corre el visitante es enamorarse de Viena y desear vivir en ella, pero eso es otra historia.
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