Dentro del kit básico de la soltera que se precia se sí, evidentemente no figura el termómetro.
Tengo botellitas de champagne en la heladera que esperan el descorche, medio limón, servilletitas de cocktail con estampados cancherísimos, palitos para revolver tragos, una almohadita para poder leer en la bañadera, dos paquetes de Prime en el cajón de la mesita de luz, separadores color lila para pintarte las uñas de los pies y no pasarte, controles remotos para todos los electrónicos, el último smart phone, un delantal de cocina en animal print, doscientos conjuntitos de lencería en colores y tamaños varios (hasta un porta ligas), velas por todos lados, un antifaz que se enfría en la heladera para sacarte la hinchazón de los ojos, esmaltes que van más allá del arco iris y doscientos millones más de chucherías que no sirven para nada, pero allí están, acumuladas en años de vivir sola. Ahora, cuando necesito un termómetro, elemento fundamental para confirmar si es verdad que mido como me siento (algo así como de 38 grados), es imposible encontrar uno o siquiera recordar si alguna vez lo tuve.
Salgo de casa de todas formas y si me sigo sintiendo así de mal en la agencia, pego la vuelta. Acabo de recordar claramente el momento en que me fui enfermando. Empezó por los pies, con ese charco sobre Cerviño que pisé el domingo, la lluvia que se me fue acumulando en el pelo y el viento frío que me sopló en la cara.
Dos días después, fiebre.
Hasta en esto soy predecible.