Siempre con el rumbo perdido, nos aventuramos a cruzar una nueva frontera. Esta vez dejamos la ruta a nuestras espaldas y navegamos en un precario bote de motor comandado por el capitán Henry, secundado por Neril, cuya función era desagotar con una botella de Coca-Cola partida por la mitad el agua que entraba en la barca.
Con la amenaza de hundirnos en cualquier momento, partimos hacia el siguiente destino centroamericano. Rodeado de un cielo despejado sin nube alguna, con el sol radiante en su punto más alto y los inigualables celestes del mar Caribe, empezábamos a disfrutar de la infinita alegría de los Cayos Cochinos, 30 kilómetros al nordeste de La Ceiba, en la costa norte de Honduras. Y después de dos horas y media Henry anclaba en el mismísimo paraíso.
El lugar está habitado por los Garifunas, una cultura de gente negra que vive de la pesca, al ritmo de los tambores africanos. Cada tanto, algún que otro aventurado viajero, emocionado, llega a pedir un lugar para ser parte de esta existencia llena de alegría y pureza. Desintoxicados del consumismo y la tecnología a la que estamos acostumbrados a vivir en el resto del mundo, sin autos ni tráfico, sin reloj ni compromisos y sin luz ni mucho menos Internet, llegar a los Cayos Cochinos es como cruzar la frontera hacia otro planeta, a ese planeta utópico que muchas veces añoramos y que creemos perdido.
Durante una corta estada de cinco lunas cambié el colchón por las hamacas; la ducha y la bañera por los baldazos de agua; los zapatos, jeans y camisa por el traje de baño; el choripán y el asado por los manjares de langostas, tajadas y chirinos. Cambié mis paredes por su cielo.
Mañanas de sol y playa, navegación y pesca; tardes de fulbitos interisleños sin final, de mates y ocasos pintados; noches de fiestas en ronda al calor del fuego, al ritmo de los sonidos del negro continente y a la luz de un cielo único de incontables estrellas, colorearon mis historias y anécdotas, dejándolas guardadas para siempre en mi memoria.
Un compromiso de avión y relojes nos obliga a abandonar en contra de nuestra voluntad aquel Campo Elíseo. El camino continuaba. América Central nos deparaba todavía Nicaragua, Costa Rica y Panamá, y siempre nos esperaba y nos esperará la próxima estación... ¡Esperanza!
Matías Rebecca