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Aprender a volar




Juan,
Tu último post me tocó muy de cerca.
Es fascinante que hayas elegido una profesión que te permita conectar con tanta diversidad de personas y culturas.
Imagino que sabrás que Fernando Peña, antes de la radio y el teatro, fue tripulante de abordo. ¡Durante once años! Él decía que quien elige pasar tantas horas en el aire, escuchar varios idiomas al mismo tiempo y vivir con los horarios cambiados, tiene que tener necesariamente una dosis de locura importante.
Te confieso que amo los aviones y volar. La adrenalina del despegue me hace sentir muy viva. Cada vez -y sin excepción- que el avión comienza a carretear, una electricidad inexplicable recorre mi cuerpo y los ojos se me llenan de lágrimas. Y en ese instante, cuando la nave atraviesa las nubes, me pregunto cómo el ser humano fue capaz de llegar al cielo. Pueden explicarme mil veces por qué el avión vuela y aun así me resulta increíble. Siempre elijo la ventana y mi vista no se despega de esos paisajes maravillosos e inusuales que regala la naturaleza desde las alturas. Me hipnotiza cuando el cielo está totalmente despejado y se puede ver el mar. Las ondas de espuma blanca se ven inmóviles. Sé que las olas están rompiendo con furia y sin embargo pareciera que la tierra quedó en pausa. Es la magia de la relatividad, del tiempo y la distancia.

Mi abuelo materno fue piloto; uno de los mejores amigos de mi papá fue un gran comandante de Aerolíneas Argentinas; recuerdo que cuando era chica mi mamá posaba su mirada en el cielo cada vez que escuchaba un avión y me contaba de qué modelo se trataba. Una experta.
Definitivamente los aviones marcaron mi vida y la de muchas personas. Ese tubo metálico nos ha acercado y nos ha alejado. Es el pase de muchos para alcanzar nuevos horizontes, buscar nuevas posibilidades. También es el medio para reencontrarnos.
Te invito a que sigas leyendo con este tema de Floyd: Learning to fly.
Mi hermana Tania, su marido y mi sobri estarán pronto sobre un avión, yendo hacia un nuevo destino en Nueva Zelanda. En poco tiempo van a sentir esa adrenalina intensa del despegue, combinada con la incertidumbre, la ilusión y la nostalgia. Una explosión de sensaciones imposible de dimensionar.
Pero los aviones también te devuelven a las personas amadas.
Hace unos días me junté con una gran amiga de la vida. Ella vivió muchos años en Boston, pero esa lata que amamos y rechazamos la trajo de vuelta. A pesar de que hace bastante las dos estamos en Buenos Aires, la velocidad de la existencia nos desencontró por mucho tiempo.
Sabés, me di cuenta que están los amigos que quedan del colegio o la Universidad, los que aparecen de pronto en los lugares más inesperados – como Ana, que hace quince años vendía libritos ilustrados por ella en un bar, me fascinó su trazo, la invité a sentarse a tomar una cerveza y nos volvimos incondicionales-, también están los amigos de amigos que se transforman en tus mejores amigos, y existen seres que simplemente siempre estuvieron.
Ella está en mi vida desde que tengo memoria, antes del jardín, antes de todo. Con ella compartí varios de los momentos más sublimes.

Todos esos vuelos, todas esas distancias, todas esas experiencias vividas separadas, no impidieron que el otro día estuviéramos por horas hablando con toda la confianza ciega del mundo.
De chicas pasábamos los fines de semana juntas. Después de los asados eternos, mis padres dormían una siesta infinita y nosotras nos quedábamos horas en el jardín jugando los juegos más fantásticos. La parrilla hecha de ladrillos se transformaba en nuestra carreta. Alguna cuerda eran las riendas y escapábamos de una bruja malvada. Nos adentrábamos en un "bosque" y construíamos un refugio mágico a prueba de esa señora mala, parecida a la reina bruja de Blancanieves cuando le ofrecía la manzana.
Y si estaban los hermanos varones, jugábamos a "no tocar el piso", una actividad increíblemente divertida donde existía una línea de partida y una meta, podíamos treparnos al árbol, saltar por piedras, ir por barandas o usar el auto zapatilla de Tani cuando era bebé (pobre, lo hicimos pelota), pero lo que no podíamos era ni siquiera rozar el piso.
En nuestros viajes a Córdoba vivíamos trepados a un árbol gigante (o al menos así lo recuerdo en mi imagen de los siete y ocho años). Nos atragantábamos con el desayuno para salir corriendo y subirnos. La verdad no sé qué hacíamos tantas horas arriba del árbol, pero lo que sí sé es que eran veranos maravillosos y que mi hermano siempre lograba trepar a la rama más alta que se llamaba "puesto moto", mi amiga me superaba y yo quedaba siempre en una rama ahí nomás del suelo.

Con ella me fui de viaje sola a los dieciséis años a la casita que tienen allá. Nuestras madres juran que es imposible que nos hayan permitido hacer eso. Que ese viaje no existió. Te aseguro que fue real.
Unos años después de la muerte de su padre -un segundo padre para mí-, ella empezó a trabajar en un bar. Era muy chica. Teníamos diecisiete. Los fines de semana iba para ahí, me sentaba por horas en las escaleras y la esperaba hasta el cierre. Supongo que la quería cuidar.
Creo que lo que en el fondo te quiero decir con todo lo que te cuento, es que tenemos que dejar volar a las personas. Y nos tenemos que permitir volar. Todos los afectos sinceros son tan fuertes como ese árbol cordobés gigante. Las distancias asustan, es cierto. Pero sabés, en el caso de mis hermanos, ellos son una extensión de mi ser. Nada puede alejarnos.
Y con algunas amistades es parecido. Si junto a mi amiga logré escapar de la bruja malvada, de la adversidad, nuestra amistad resiste todo.
Y en cada reencuentro nos hallamos como las personas que solíamos ser, pero también como las que nos permitimos ser: más ricas, con más experiencias, con nuevas miradas y muchos relatos inéditos.
Lo que no cambia es el amor.
Beso,
Cari

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