Animarse o no animarse parece ser la cuestión cuando se recorren las calles de cualquier ciudad mexicana.
Animarse o no a probar la abundante variedad de comida al paso. Pero variedad en serio. Uno podría pensar en un pancho o, con suerte, una hamburguesa o un sándwich, por ejemplo, si se camina por Buenos Aires.
En el D.F. o Guadalajara, las grandes y populosas ciudades mexicanas, el hábito de comer en la calle, caminando, enchastrándose un poco, es toda una tradición.
La lista es interminable e inimaginable, casi como la carta de un restaurante. Las clásicas tortillas en versiones amarillas y azules para hacer tacos con rellenos y salsas de todos los colores y sabores se encuentran a cada dos pasos. Pero también choclos asados, longanizas, guisos, sándwiches, jugos de la fruta que uno quiera o fruta cortada y preparada con sal, limón y chile y hasta pollos al espiedo, que giran sin descanso. Sin olvidarse de las aguas saborizadas, como las que vendía el Chavo, los cocos y el tejuino, una bebida a base de maíz fermentado.
Todo en puestos instalados sobre veredas y parques, algunos muy precarios y otros con gran infraestructura, con cocineros que pican cebolla a la vista, cortan fruta y sirven a los comensales.
Los golosos se harían un festín con la cantidad y diversidad de dulces. Frutas secas, confites, bombones, caramelos, gomitas y otros indescifrables, todo al aire libre, listo para consumir. Mejor ni preguntarse por los controles bromatológicos. No forman parte del juego... y para los extranjeros, no acostumbrados puede ser un problema.
Los precios también son tentadores. Todo cuesta cinco veces menos que en un restaurante, o menos. Un taco vale aproximadamente un peso argentino.
Tal vez lo mejor para principiantes serían los dulces, más afines y con menos chile, seguro. Porque todo pica y mucho. Consejo: antes de agregarle salsa a algo, probar apenas una pizca, porque puede salir fuego por la boca.
Al principio miré de lejos, con más ganas de curiosear que de comprar, pero después con el paso de los días (y de los prejuicios) por fin me animé a probar algo, apenas una inocente quesadilla, casi sin probabilidades de que me haga mal. Quizás en otro viaje vaya por más..., sólo depende del humor de mi estómago.