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Aventura en código kiwi

De Auckland a Queenstown, un país y dos islas llenos de emociones fuertes para saltar a lo desconocido




Auckland: tres vistazos con mucha altura

Si bien Wellington es la capital, Auckland es la ciudad más poblada, el principal centro comercial y la puerta de entrada internacional a Nueva Zelanda. A primera vista, esta urbe de 1,5 millones de habitantes (en un país de 4,5 millones, en total), en la Isla Norte, podría recordar un poco a ciudades anglosajonas como Toronto o la más cercana Sydney, e incluso a ciertos sectores de Hong Kong, particularmente en su cosmopolita y globalizado downtown, por la principal calle, que no podría llamarse de otra manera que Queen Street. También en su reciclada zona portuaria, The Viaduct y Princess Wharf, con una animada sobrepoblación de restaurantes infalibles y hoteles estelares. Sumado el elemento maorí, ya que los descendientes de la etnia originaria de Nueva Zelanda (o Aoteaora, en su lengua) residen mayormente en Auckland y en la Isla Norte, en general.
Hay tres lugares especiales para contemplar las mejores panorámicas. Son estratégicos por su ubicación, pero también porque dicen algunas cosas importantes sobre la ciudad y también sobre el país. Sin orden jerárquico acá van:
Sky Tower: esta torre de 328 metros es, por lejos, el edificio más alto del país, la respuesta kiwi (como se llama a los neozelandeses) a la CN Tower de Toronto, Taipei 101 y otros prodigiosos íconos urbanos y atractivos turísticos del mundo. La construcción se eleva desde el complejo Sky City, todo un polo gastronómico, con más de veinte restaurantes de apreciable estándar. Por supuesto, la frutilla del postre está en lo más alto del Sky Tower, en distintos niveles de observación, accesibles por un único ticket de 28 dólares neozelandeses (US$ 24). El espectacular panorama no incluye sólo el tejido urbano, sino la bahía y las islas vecinas. La torre, en sí, es un símbolo de una ciudad y un país prósperos, una especie de faro, un acento modernista en el skyline de Auckland.
Mount Eden: a poca distancia del Sky Tower, otra locación para respirar profundo y admirar esta ciudad por un buen rato de relax, en cuanto se deja de sacar y sacar fotos. Lejos de la mole de concreto, en este caso se trata, nada menos, del cráter de un volcán. Sin salir de Auckland, un envidiable parque público culmina en la cima de uno de varios volcanes dormidos que parecen rodear y apuntalar esta ciudad. Eden, en particular, se levanta unos 200 metros sobre el nivel del mar, con un impresionante cráter de 50 metros de profundidad, totalmente cubierto de verde. Desde el estacionamiento adonde llegan los autos comienza la rara experiencia de caminar bordeando la boca del gigante hasta quedar de cara a Auckland, con el Sky Tower en el centro de la escena
.
La superposición del volcán Eden con la hilera de rascacielos en una única postal es curiosa, pero no sorprendente. Nueva Zelanda es un país absolutamente verde y de fuerte conciencia ecológica, con más del 10% de su superficie repartida entre áreas protegidas y parques nacionales. Es, además, pionera y referente en políticas de conservación de medio ambiente y vida animal, con particular atención a su increíble biodiversidad, rica en especies endémicas (como el kiwi, el ave por la que es famosa). La gran ciudad no es la excepción en esta armónica relación con la naturaleza.
Puente de Auckland: el agua es otro lugar desde donde entender esta ciudad. O más precisamente el extenso puente sobre la bahía de St Mary, alrededor de la cual se despliega la urbe. No es una experiencia contemplativa, en realidad. Desde la estructura metálica, a unos 40 metros, se ofrece la posibilidad de saltar en bungy, una de las pasiones neozelandesas, hasta acariciar el agua y rebotar...

El curioso papel de la iglesia, en Christchurch

Caminar por Christchurch es una experiencia fuerte, movilizante. El centro de la principal ciudad sobre la costa este de la Isla Sur neozelandesa es una sucesión de edificios en ruinas y lotes apenas poblados por escombros. Son los restos de los terremotos de septiembre de 2010 y febrero de 2011. El primero, de 7,1 grados, no causó muertes; el segundo, con 6,3 grados, se cobró 185 vidas, en una de las peores catástrofes en la historia del país.
A pesar de que transcurrieron ya casi cuatro años, muchos locales comerciales en el corazón de la ciudad lucen abandonados, su mercadería desparramada por el suelo cubierto de polvo, como si el sismo hubiera ocurrido pocas horas antes. Las máquinas demuelen el esqueleto de una torre y la catedral anglicana apenas resiste en pie, rodeada de vallas de seguridad; muchos dudan que se la pueda salvar. El panorama es lo que se suele calificar como desolador en esta originalmente prolija ciudad, señalada como la más británica de Nueva Zelanda, con su bucólico Hagley Park, los jardines botánicos, el tranvía y las orgullosas universidades de Canterbury y Lincoln.
Muchos de esos terrenos baldíos hoy exhiben instalaciones de arte urbano, desde murales hasta muebles gigantes e instrumentos musicales de uso público, que recuerdan lo imposible de olvidar o intentan ponerle algo de color al concreto desgarrado. Quizá la más cruda de estas obras sea 185 sillas vacías, de Peter Majendie. En la esquina de Madras y Cashel consiste justamente en esa cantidad de asientos, bancos y sillones, uno por cada muerto de 2011, pintados de blanco y en discreto orden, como una ecléctica platea enfrentada al observador
transeúnte.
Desde ahí basta cruzar Cashel street para llegar a otro símbolo de la tragedia y del después: la catedral de Cartón. Clausurado el templo más importante de la ciudad, se habilitó esta iglesia transitoria, una curiosidad arquitectónica construida casi íntegramente en cartón, desde su techo a dos aguas hasta los dos austeros tubos marrones, en cruz, que dominan la nave. Es un diseño del japonés Shigeru Ban, que acaba de ganar, meses atrás, el Premio Pritzker y es llamado el arquitecto de las emergencias desde que, tras otro terremoto, en 1995, hizo una iglesia similar en Kove (más tarde trasladada a Taiwan).
A dos cuadras de la Cardboard Cathedral aparece otro nuevo ícono de la ciudad: el mercado Re:START, un cúmulo de medio centenar de contenedores pintados en colores vivos y reciclados como tiendas de diseño, cafés y hasta bancos, que le inyecta movimiento al de otro modo silencioso centro. El conjunto da la sensación de que podría levantarse y reensamblarse, en cuestión de horas, en cualquier otra locación. Pero su misión está acá y el mensaje es claro: la vida en Christchurch continúa.

Queenstown, donde reina ?la adrenalina

Si la Isla Sur kiwi recuerda a distintos paisajes patagónicos, Queenstown remite un poco a Bariloche o San Martín de los Andes. Uno de los principales destinos turísticos del país es una pequeña población con 45 mil habitantes, en los cálculos más amplios, junto al lago Wakatipu y rodeada por montañas.
Tildada de capital mundial del turismo aventura, en invierno es el campamento base para por lo menos tres centros de esquí vecinos, saturado de tiendas de venta y alquiler de equipo, hostels, hoteles de mayor categoría (algunos, incluso, lujosos) y más de 150 bares para un largo y movido after ski.
Antes y después de la nieve, Queenstown y alrededores sigue siendo efectivamente un paraíso para el adicto a la adrenalina. Bastaría con decir que acá mismo se gestó el bungy moderno, es decir el salto desde una plataforma, a respetable altura, con una soga atada a tobillos o cintura. Si bien la idea tiene siglos de historia, fueron AJ Hackett y Henry van Asch quienes desarrollaron una soga especial, que hoy es un estándar en la actividad, y montaron en 1988 el primer bungy comercial en el puente Kawarau, 43 metros sobre el río del mismo nombre, a pocos minutos del centro de Queenstown, cobrando 75 dólares neozelandeses por salto. Un cuarto de siglo después, la misma empresa maneja tres plataformas de bungy en Queenstown, aunque la del Kawarau sigue siendo la principal y tiene estatus de destino de peregrinación para los fieles a estos asuntos, con restaurante, megatienda de suvenires y exposición histórica. El salto cuesta 180 dólares neozelandeses (US$ 150) para adultos y 130 para chicos de hasta 14 años.
Otro río de la zona, el Shotover, que de hecho desemboca en el mencionado Kawarau, es famoso por sus rápidos. Media docena de compañías ofrecen en sus aguas, desde la década del setenta, salidas de rafting y también en jetboat, unas lanchas de diseño especial y colores estridentes, capaces de alcanzar altas velocidades y frenar abruptamente para girar 360 grados.
Como en la región de los Siete Lagos patagónicos, Queenstown ofrece también idílicos circuitos de trekking y ciclismo, además de dos pequeñas y encantadoras poblaciones vecinas para visitar por el día o como bases alternativas para conocer la zona: la histórica y pintoresca villa de Arrowtown y Wanaka, frente al lago del mismo nombre.

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por Redacción OHLALÁ!


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