CARTAGENA DE INDIAS.- Tiene un nombre de ecos mediterráneos, pero está a orillas del Caribe, allí donde nació esa rara conjunción de sueño y realidad que dio la vuelta al mundo con el nombre de realismo mágico.
Tal vez porque se asoma por uno de sus costados a una gran laguna, la Ciénaga de la Virgen, cuyas aguas son entre dulces y saladas, y porque el calor constante invita a la fantasía bajo un disfraz de delirio. Cartagena de Indias, ciudad con nombre y apellido que la distingue de su hermana española, es el corralito de piedra que resistió a los avatares de una historia agitada -tiempos de conquista, de trata de esclavos, de arrasadoras epidemias de cólera- con el orgullo heredado de su linaje hispano. Y es también un puente entre el Viejo y el Nuevo Mundo teñido con sangre africana.
En esta ciudad, un párpado de piedra bien cerrado, pasó años decisivos de su juventud Gabriel García Márquez, que también la hizo escenario no nombrado de El amor en los tiempos del cólera. Su Cartagena era distinta a la de hoy, y sus noches de bohemia se han mudado de barrio, pero la ciudad no deja de rendirle homenaje al escritor que, aunque no sea hijo suyo, ha elegido tener una casa al borde mismo de las murallas de la ciudad vieja. Allí donde, cuentan los choferes de taxi cartageneros como quien revela una infidencia, se lo ve caminar de tanto en tanto cuando regresa a su Colombia natal.
Cuenta García Márquez en sus memorias: "Para mí, el rincón más nostálgico de Cartagena de Indias es el Muelle de la Bahía de las Animas, donde estuvo hasta hace poco el fragoroso mercado central. Durante el día, aquélla era una fiesta de gritos y colores, una parranda multitudinaria como recuerdo pocas en el ámbito del Caribe. De noche era el mejor comedero de borrachos y periodistas. Allí estaban, frente a las mesas de comida al aire libre, las goletas que zarpaban al amanecer cargadas de marimondas y guineo verde, cargadas de remesas de putas biches para los hoteles de vidrio de Curaçao, para Guantánamo, para Santiago de los Caballeros, que ni siquiera tenía mar para llegar, para las islas más bellas y más tristes del mundo. Uno se sentaba a conversar bajo las estrellas de la madrugada, mientras los cocineros maricas, que eran deslenguados y simpáticos y tenían siempre un clavel en la oreja, preparaban con una mano maestra el plato de resistencia de la cocina local: filete de carne con grandes anillos de cebolla y tajadas fritas de plátano verde. Con lo que allí escuchábamos mientras comíamos, hacíamos el periódico del día siguiente".
Ayer y hoy
Eran los tiempos del Nobel colombiano como aprendiz de periodista en El Universal, sometido al famoso lápiz rojo del editor Clemente Manuel Zabala. Hoy el mercado desapareció y del Muelle de los Pegasos -dominado por los grandes caballos alados que le dan nombre- zarpan las lanchas turísticas hacia las Islas del Rosario. Pero basta volver la cabeza para encontrarse con la espléndida vista de las murallas -muchas veces mutiladas, a fines del siglo XIX, por un alcalde para el que las paredes de piedra habían aprisionado el futuro de Cartagena- y la Torre del Reloj, emblema de la ciudad que el joven García Márquez describió en uno de sus primeros artículos para El Universal.
Junto a la torre están la Plaza de los Coches, bajo cuyas arcadas se guardaban los caballos y los carruajes, y el Portal de los Dulces, que oculta en su nombre tentador largos años de trata de esclavos. Aquí mismo los marcaban con la carimba, el hierro candente que les dejaba para siempre el sello de la libertad perdida: y todavía hoy la aristocrática Cartagena ("fuerte y agresiva", como la describió doña Luisa Santiago, la madre de García Márquez) desciende en una mitad de esclavos y en otra mitad de esclavistas.
Cuando la familia del escritor se mudó a Cartagena, según recordaba también doña Luisa, vivía al pie de la Popa, el monasterio situado en la cima de un cerro desde donde se divisa una vista espléndida de la ciudad, las costas del Caribe y de la Ciénaga. Una vista que no alcanzaba a consolar a quienes subían a la Popa con intención de arrojarse al vacío, como recuerda hoy un retén que impide concretar cualquier intento semejante.
Volviendo al Portal de los Dulces, los nombres tentadores hacen olvidar rápidamente esta parte de la historia: ajonjolí, cabellitos de ángel, merengues, muñecas y maná de leche, guayabas con coco, de las más diversas formas y colores, invitan a descubrir sus sabores desde los grandes frascos de vidrio que los resguardan del calor vespertino. Es por aquí, con el nombre novelesco de Portal de los Escribanos, que se curaban las ansiedades dulceras de Fermina Daza, y por aquí le declaró su amor Florentino Ariza. Todo en aquellos tiempos del cólera...
Hay que subir un poco por las calles de la ciudad amurallada para llegar al Palacio de la Inquisición, hoy sede de un museo que es un auténtico laberinto del horror sobre los métodos de tortura usados contra los acusados de herejía en el Nuevo Mundo. A pesar de su historia sombría, en la novela el palacio tiene funciones algo más benignas: era el colegio al que iba Fermina, expulsada por las monjas cuando fue sorprendida -pecado digno de una inquisición a pequeña escala- con una carta de amor.
El palacio no puede sino marcar un vivo contraste con el encanto imperecedero de estos callejones, jalonados de casas de colores cálidos, donde los balcones compiten en rejas torneadas y elegancia de aire entre español y caribeño.
Explosión de color
Hasta hace algunos años, antes que La Heroica fuera declarada, en 1985, Patrimonio de la Humanidad, los balcones corrían el riesgo de desplomarse sobre la cabeza de los transeúntes, y Cartagena tendía en realidad a ser blanca, al estilo de las casas hispanas: era una costumbre heredada de la orden de Carlos III de encalar las viviendas como medida de higiene. Pero luego, cuando se empezaron a desnudar las paredes, se encontraron los muchos colores que la ciudad tuvo originalmente, y lentamente Cartagena empezó a recuperarlos. Entre las casas, en tanto, brotan por doquier las tiendas de recuerdos y artesanías, perfumadas con el aroma a café de Colombia, y las joyerías artesanales donde las filigranas de oro y plata contienen infinitas esmeraldas, de todos los brillos y tamaños.
En este sector de la ciudad está la calle de San Juan de Dios, donde estaba la antigua redacción del diario El Universal, en el que trabajaba García Márquez cuando llegó a Cartagena a fines de los años 40. Queda el cartel del diario y, muy cerca, la discreta sede de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, creada por el escritor. La calle termina frente al Baluarte de San Francisco y el Museo Naval del Caribe.
Hay que irse hasta el otro extremo de la ciudad amurallada para visitar otro de los lugares imperdibles, aquel que describe García Márquez en Del amor y otros demonios: "A la vuelta de una esquina les salió al paso el convento de Santa Clara, blanco y solitario, con tres pisos de persianas azules sobre el muladar de una playa".
El monasterio se fundó a principios del siglo XVII y funcionó como tal hasta mediados del XIX, cuando las hermanas clarisas fueron desalojadas y el edificio se convirtió en un hospital. Hoy es un hotel cinco estrellas, que conservó los principales ambientes y el espléndido claustro central.
Por Pierre Dumas
Para LA NACION
Para LA NACION
Fotos: Archivo, Pierre Dumas y gentileza Corporación Turismo Cartagena de Indias
Datos útiles
Cómo llegar
Cartagena de Indias tiene un aeropuerto internacional, a 24 kilómetros de la ciudad. El pasaje de ida y vuelta vía Bogotá cuesta 850 dólares.
Dónde alojarse
- Hotel Sofitel (monasterio de Santa Clara), Calle del Torno Barrio San Diego. (+57 5) 664 60 70.
- Hotel Charleston Cartagena (monasterio de Santa Teresa). Centro Plaza Santa Teresa, Cra. 3A No. 31 - 23.
Qué comprar
Esmeraldas, artesanías en coco, tejidos, café colombiano de distintas variedades.
Para leer
- García Márquez. El amor en los tiempos del cólera. Sudamericana.
- Jorge García Usta. García Márquez en Cartagena, sus inicios literarios. Seix Barral.
La casa de Aracataca
Gabriel García Márquez acaba de celebrar sus 80 años y para la ocasión se anunció la reconstrucción de su casa natal en el pueblo de Aracataca, célebre por haber inspirado al Macondo de Cien años de soledad. La casa actualmente está en ruinas, pero el gobierno colombiano tiene intención de recrear allí el ambiente en que nació y creció el premio Nobel, con una exposición permanente sobre su vida, familia y obra. La casa data de principios del siglo XX y fue construida con madera; en 1950 fue reciclada con el agregado de algunas habitaciones, la demolición de otras y la modernización de la fachada. Desde 1996 es monumento nacional, y ahora recuperará las salas, cuartos, jardín y talleres que tenía en 1927, según las descripciones en la obra de García Márquez y los planos originales.