Llegaba a su fin un nuevo trayecto de nuestro extenso viaje por algunas maravillosas ciudades europeas, esas que no son las grandes capitales, esas que tienen encanto y donde se descubre algo en cada rincón, a cada paso.
Entrecerré mis ojos para atesorar los maravillosos paisajes que la naturaleza nos regalaba en cada recodo del camino desde Estrasburgo hasta Füssen, y al abrirlos, mi corazón dio un sorprendente vuelco y en una fracción de segundo mi subconsciente despertó imágenes de mi niñez, donde un gran libro de hojas aceradas y maravillosas figuras, de letras góticas, gruesas y negras, nos regalaba historias mágicas de países lejanos, de países de ensueño, en la voz de mi papá.
Y allí, de pronto, las severas letras góticas se desprendían y caían a mis pies, tomando formas y colores, y las figuras adquirían dimensión ante mis ojos y allí estaba, casi lo podía tocar, el indescriptible y soñado castillo de Blancanieves, ese que la genial locura de un rey nos plasmó y nos dejó como suspendido en el aire, para deleite de todos nuestros sentidos. Simplemente, maravilloso.
Neuschwanstein, que significa nuevo cisne de piedra, es el nombre del mítico lugar que inspiró cuentos de príncipes y princesas. Fue conmovedor, emocionante, recorrer sus salones; debía pellizcarme para poder creerlo. Verlo en toda su dimensión, en toda su hermosura, desde el altísimo Mariebrucke, de 91 metros y que a pesar de mi terrible vértigo accedí, agarrándome hasta con las uñas de los pies, para poder guardar en mis retinas este regalo inolvidable.
Y bajando al pueblo, el Cisne de Piedra quedaba recortado en el espacio azul, como haciendo equilibrio sobre el enorme peñasco y reflejándose en las verdes aguas del lago Schwansee (Lago del Cisne).
Pueblo que en las primeras horas de la tarde descansaba bajo un brillante sol, por lo que al llegar al hotel Bräustüberl, cuyo origen se remonta a 1569, encontramos sus puertas cerradas, un gran silencio alrededor, y escrito en un pizarrón decía: Descansamos hasta las 16 horas.
Sin saber qué hacer, nos sentamos a esperar en los gastados escalones de entrada y de repente, pegados prolijamente sobre el vidrio de una de las puertas, descubrimos varios papelitos que tenían nombres escritos, entre ellos el nuestro, donde nos daban la bienvenida y nos decían que si llegábamos temprano, las llaves del cuarto que nos asignaban estaban en un buzón al lado de la puerta, que entráramos por la cocina y nos pusiéramos cómodos.
El monasterio de St. Mong parece cuidar desde lo alto este maravilloso lugar. Sus construcciones pintadas de alegres colores matizan el gris de sus largos días invernales y un mítico trencito recorre sus calles paseando a los turistas.
De vuelta en el hotel, bajo la luz de mil bujías encendidas en ancestrales candelabros, divisamos a los comensales, a los huéspedes, compartiendo, con el idioma de los gestos más que con el de las palabras, enormes balones de espumosa y rubia cerveza junto al pintoresco personaje del dueño, apodado The Boss.
Füssen, maravillosa. Hay que verla, recorrerla, sentirla. Yo caminé por sus calles, mis pasos resonaron en su empedrado y en el silencio de la noche, el eco de los mismos me hizo sentir que yo también ahora formaba parte de su historia.
Liliana Ebner