Ayer no salí de casa. Nicolás llevó a los chicos al colegio y los retiró mamá (qué va a pensar mi suegro!). Me quedé gran parte del día en mi cuarto, con la compu, en camison, leyendo blogs y esas cosas.
En un momento me di cuenta de que hacía como 6 horas que no salía de abajo de las mantas.
Me levanté y en el baño, mientras terminaba de enjuagarme la pasta de dientes, me observé detenidamente. Tenía puesto un camisón que encontré en la oscuridad de la noche anterior, manoteando en el cajón mientras Nicolás ya dormía.
No me di cuenta, cuando me lo puse, de que era uno que me había regalado Chivi (se acuerda de Chivi????) cuando fui a parir a Lucas. Tenía puesto, entonces, un camisón de lactancia, harapiento e inadecuado.
Mi pelo era un nido de caranchos de esos que te quedan después de varios días de reposo, con una especie de virulana en la parte que apoya en la almohada.
Y Dios, mi piel. Como, para satisfacción de mi marido, me está por venir en cualquier momento, en el medio de la frente, me había nacido, en el trascurso de la noche, una especie de pozo petrolífero. Cómo describirlo, una suerte de volcán latente. Una porquería epidérmica que amenaza con terminar con mi autoestima.
Le avisé a mi madre que me metía a bañar y cerré la puerta, tapé el inodoro y me senté.
Qué sé yo cuánto tiempo me habré quedado así, lo que sí sé es que es un momento determinado, mi madre me gritó desde abajo si ya podía usar el agua y si estaba bien,
Eh? qué agua? sí, sí, usá el agua. Sí, estoy bien.
Estoy bien?
A veces me pesa tanto todo. A veces siento que todas las decisiones que tomé en mi vida, todas, se juntan en una bolsa de una sola manija, y se cuelgan de mi hombro.