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Diario de motocicleta

Dos meses y medio por el Sur, por pueblos pequeños y alejados y con cielos increíblemente estrellados




Comencé a recorrer el país desde muy chico, visitando provincias hermosas como Salta, Córdoba o Santa Fe. Pero en realidad el viaje empezó mucho antes en Rosario, ciudad natal de mis padres.
Allí pasé muchos veranos en la bella Florida. Mi abuela vivía a cuatro cuadras del río y franqueábamos largas temporadas en la playa, donde a menudo iba pescar o simplemente me escabullía para pasarme horas a orillas del Paraná.
Cuando cumplí 16 años llegó el tiempo de ir un poco más allá y junto a mis amigos de la infancia decidimos recorrer la ruta 40, empezando por el tramo que va desde Neuquén hasta El Calafate. Por entonces hice mis primeras armar en buceo, rapel, escalada en roca, y quedé enamorado del Sur y sus paisajes. Regresamos de nuestros recorridos por la ruta 3, rodeados de un paisaje bucólico y la firme promesa de volver una y otra vez.
Al Sur volví muchas veces, aunque sin duda, el gran viaje fue el que hice en moto a los 20 años, junto a mi amigo Lucho. En total anduvimos durante dos meses y medio, y recorrimos alrededor de 8500 kilómetros.
La gran ventaja de viajar en la moto es que teníamos la posibilidad de inmiscuirnos en los pueblos más pequeños y alejados, a los que nunca hubiésemos podido acceder viajando de otra manera. Así, una noche llegamos a Bajo Caracoles, un pueblo perdido sobre la ruta 40 de apenas un puñado de habitantes. Estábamos junto a un surtidor de bomba (manual), y mientras se llenaba el tanque de la moto, con mi amigo nos quedamos fascinados contemplando un cielo repleto de estrellas.
Sorprendido, el muchacho que expendía la nafta nos preguntó:
-¿Qué miran?
-Las estrellas -le dije-. Es increíble.
El muchacho se rió y me preguntó nuevamente: -¿Qué tienen de increíbles?
Y le respondí que en Buenos Aires las estrellas se ven poco y nada. Que no se podían apreciar como ahí.
El muchacho, que nunca había estado en Buenos Aires, no podía creer en mis palabras.
Quizá para muchos ésta puede parecer una anécdota inocente y sin remate. Para mí fue una demostración de que a menudo dejamos de ver muchas cosas verdaderamente asombrosas a fuerza de la costumbre. También me hizo caer en la cuenta de que acá siempre estamos tan acostumbrados a enfocarnos en las cosas que andan mal, que ni siquiera nos permitimos detenernos un momento para dejarnos deslumbrar por algo tan maravilloso como un cielo estrellado.
Por Facundo Espinosa
Para LA NACION
El autor es actor

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