A fines de 2006 fui invitada a participar con La mujer que al amor no se asoma en el Festival Internacional de Teatro de Angra dos Reis, en Brasil.
La noticia nos alegró mucho, pero realmente la organización fue un poco caótica. En principio porque somos un equipo grande: seis actores, asistente, productor, utilero, operadora de luces: diez personas.
Y, por otro lado, nuestra escenografía es bastante voluminosa, y ninguna aerolínea podía garantizar que la depositaría sana y salva en suelo brasileño.
De manera que hubo que explicarle al jefe técnico del festival cómo hacer una escenografía similar en el escenario que estaban montando allá.
Fueron jornadas agotadoras de hablar por teléfono, intercambiar e-mails, hacer dibujos, sacar fotos y enviarlas por Internet, y todo eso en un portuñol imposible.
Finalmente, y como era de esperar, después de llegar a Río; viajar en combi hasta Angra, y agotados, ingresar en el predio del festival, ¡horror!: la escenografía no se parecía ni un poco a la nuestra. Y la función era de cinco horas.
Inmediatamente comenzamos a cortar maderas y forrar sillones, mientras transpirábamos y vociferábamos en el idioma que nos salía.
Intentábamos comunicarnos el equipo brasileño y el nuestro, pero transmitir una idea simple demoraba un rato de gestos y palabras inventadas que "sonaran a " Afortunadamente, a la hora en la que el público empezaba a llenar esa carpa para 900 personas, nosotros ya estábamos maquillándonos y vistiéndonos con la lengua afuera.
La función fue muy buena. Y el problema del idioma finalmente pudo dejar de ser un obstáculo, ya que todo lo que decíamos aparecía mágicamente traducido en un cartel electrónico, y la gente se reía. Se reía con cierto delay, pero se reía.
Al terminar la función, no podíamos siquiera hablar entre nosotros por el agotamiento que sentíamos. Sólo implorábamos por comida y cama.
Pero al llegar a nuestro hotel, que aún no habíamos tenido tiempo de conocer, nos encontramos con tres piletas inmensas, un cielo estrellado, y una bahía increíble bañada del mar más tranquilo que vi en la vida.
Comimos, bebimos, brindamos y, cuando estábamos a punto de ir a dormir, descubrimos que en un gran salón del hotel había una fiesta de disfraces.
Y nuestra curiosidad pudo más.
Entramos en una nube de música y antifaces, pero cuando empezábamos a disfrutar, una señorita con el uniforme de la empresa que organizaba el evento nos pidió que nos retiráramos.
Nos quedamos en la puerta dando vueltas, viendo como la gente entraba, salía y se divertía. Hasta que un señor disfrazado de marinero se acercó para hablarnos, luego uno vestido de juglar, y más tarde otro de hawaiano.
Y después de un rato, volvimos a la fiesta, triunfantes, del brazo de nuestros nuevos amigos.
Bailamos durante horas, como si el cansancio se hubiera evaporado.
Nada mal para un día que había empezado a las 5 de la mañana cuando tomamos un avión en Ezeiza, y había continuado con el corazón en la boca durante el resto de la jornada.
Al día siguiente, bajar a la playa y descubrir una suerte de galeón pirata, unos kayaks y la bahía fue la gloria. Diez argentinos que venían a Angra a trabajar, disfrutando la tarea cumplida y con el sol en la cara.
La autora dirige y actúa en La mujer que al amor no se asoma y se prepara para trabajar en las películas La Peli, de Gustavo Postiglione, y Los paranoicos , de Gabriel Medina.
Por Jazmín Stuart
Para LA NACION
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