El fin del mundo y el comienzo de una gran expedición
Desde Ushuaia, a bordo del Via Australis, tres días de navegación hacia el cabo de Hornos, la isla Navarino y otras escalas, para ver glaciares, y sentirse como un explorador de los confines del continente
21 de septiembre de 2014
Son las ocho menos cuarto, hace casi una hora que es de noche en Ushuaia y el muelle empieza a despegarse del barco. Cuando amanece, el crucero Via Australis tiene en las ventanas de las 64 cabinas una porción del cabo de Hornos, en Chile, la isla más austral del mundo. Los antiguos barcos de vela podían demorar hasta un año en llegar cuando no naufragaban: se estima que unos 10.000 navegantes hundieron allí sus vidas. Un albatros de siete metros de alto, el ave que guía a los marinos, es el monumento que los recuerda.
Más allá de esta reserva mundial de la biosfera, que desde 2005 es parque nacional, no hay tierra a la vista. Allí donde se unen los océanos Atlántico y Pacífico el horizonte azul y ventoso es la intemperie. Caleta León es el único puerto donde desembarcar. Un sonido como un trueno anuncia que se lanza la cadena y el barco está anclado. Son las 7.30 de la mañana. Quienes anoche eran dos mozos en la barra del bar, ahora tienen puesto trajes de buzos y ayudan desde el mar helado a mantener firmes los Zodiac (una especie de gomón con motor); otros tripulantes llegaron hace unos minutos y prepararon una pasarela de madera. Los 72 pasajeros, entrenados para desembarcar desde la popa, visten chalecos inflables anaranjado flúor.
Una escalera de cientos de escalones conduce al faro Cabo de Hornos, que alumbra ese lejano paraje en el archipiélago de Tierra del Fuego, descubierto en 1616. Cada uno a su ritmo -hay una pareja con un bebe, grupos de jóvenes, señores con bastón- recorre la isla. Al lado del faro, una casa de pocas habitaciones: allí vivirá, durante un año, Andrés Valenzuela, de la marina chilena, junto a su esposa, Paula, y su hijo, Matías, de 12 años; también está Melchor, un caniche toy que deambula por la casa. Luego de un año los relevará otra familia.
"Llegamos en diciembre. Lo más difícil son los cinco meses de no ver a nadie, de quedar aislados durante el invierno", dice Paula, en lo que sería el living de la casa, aunque convertido en un negocio de productos típicos para llevar de recuerdo. Lo recaudado es para una fundación.
Matías, parado a su lado, la mira. Cuenta que está en séptimo grado, pero que este año no va a la escuela. "Su papá le da las clases", apunta Paula.
Él apenas sonríe, casi no habla. La timidez de quienes empiezan a acostumbrarse a estar solos y de golpe reciben la visita de decenas de turistas con ansias de comprar y fotografiar todo lo que testimonie su paso por ese extremo del mundo. "Entre todos decidimos venir para acá -aclara la mujer de la casa-. Somos cuatro, pero el mayor, Felipe, como está en la Universidad se quedó en Punta Arenas."
El pequeño Matías de a poco se va animando más. Dice que la maestra le mandó el programa completo para que rinda libre a fin de año y también algunas pruebas para practicar. No puede usar la computadora porque es de su papá, tiene un juego que le permiten conectar cada tanto al único televisor de la casa y no hay señal de teléfono para hablar con sus amigos. "Yo allá practico deportes. Fútbol -dice-. Cuando cada tanto traen el diario miro cómo van mis compañeros; mi equipo es el Bella Vista." Su mamá aprovecha a acotar: "Contale que cuando hay buen tiempo juegas con tu papá a la pelota".
En la tienda de productos regionales hay unas quince personas amontonadas, cada una pidiendo algo distinto. De las paredes cuelgan remeras, delantales, banderas; en otra hay un rosario y una foto del ex presidente Sebastián Piñera. "Todavía no nos mandaron a la nueva presidenta", aclara Andrés, vestido de uniforme oficial de la marina, cuando se le observa el detalle. Entonces deja lo que estaba haciendo e interviene en la conversación. Cuenta que hace quince años que navega y hacía cuatro seguidos que no estaba en tierra. "Me postulé para estar con la familia", dice. Quinientos como él quisieron ocupar ese lugar. "Este año acá mejora el currículum y también permite reducir años de servicio", agrega. "Ahora sí que vamos a estar juntos", bromea por única vez y los tres sonríen.
Desde la tienda, una puerta conduce al faro. Una escalera caracol angosta y empinada desemboca en un luminoso descanso, la cúspide de pequeñas ventanas, una al lado de la otra, que de no ser por los vidrios empañados daría una vista panorámica del horizonte. El paisaje del interior del faro es transnacional: banderas firmadas en todos los idiomas, un billete de 5 pesos argentinos con la cara de San Martín tiene lentes y bigotes dibujados en birome, una remera está escrita en árabe, hay una bandera de Hungría, otra de Veleiros do Sul, de Porto Alegre y la lista de firmantes sigue.
El living se vacía. Paula dobla unas remeras. Andrés y su hijo se acercan al muelle a despedir a los últimos visitantes.
El barco, de dos pisos y 72 metros de largo, se pone en marcha hacia el nuevo destino: bahía Wulaia. A ellos se los ve cada vez más chicos en esa isla deshabitada en medio de la inmensidad oceánica. Están al lado de una capilla de troncos donde una Virgen y el papa Francisco los protegen: "Gracias por cobijarnos bajo tu manto durante un año de aislamiento en este maravilloso lugar llamado isla cabo de Hornos o Fin del mundo", reza la oración tallada sobre una madera.
Por los mares más bravos
Para el capitán Jaime Iturra navegar los mares del sur de la Patagonia, el canal Beagle, el estrecho de Magallanes hasta el punto más austral del planeta, es un regalo divino. Hace casi diez años que timonea entre esos vientos bravos por pasos muy estrechos y vio de todo. Agradece haber podido desembarcar, algo que no se da en el 40% de los viajes por las malas condiciones climáticas.
"En el cabo de Hornos suele haber olas de 12 o 15 metros", dice, en su cabina de gobierno, desde donde fiscaliza las maniobras de sus tres oficiales. "Para tener una mayor seguridad seguimos una ruta entre islas; así evitamos el contacto a mar abierto, donde las olas son tremendas, pues." Habla de los 800 naufragios registrados, pero que los navegantes estiman que son mil o mil cien. Sabe que es un viaje especial, por eso vale la travesía: "Lo hacemos porque la gente quiere ver dónde se termina el mundo".
Las cartas de navegación, la localización con GPS, los radares, los softwares instalados en computadoras interconectadas, son todos elementos que optimizaron la cartografía y redujeron los riesgos. Sin embargo, para el capitán estar allí al frente de esa panóptica cabina vidriada es la omnisciencia que más valora. "Mirar es la mejor pantalla, por eso el capitán nunca duerme; tiene períodos cortos de descanso, pero está disponible las 24 horas", dice.
El crucero está en movimiento otra vez. Viaja a 22 kilómetros por hora. Son las 9 de la mañana y la tripulación tiene listo el desayuno en la primera cubierta, el comedor Patagonia. Recién a las 5 de la tarde está previsto el arribo a bahía Wulaia, un lugar que es un viaje al pasado, con vestigios de la presencia yagán, los habitantes originarios de la región. Mientras se proyecta el documental Expedición de Schackletona Antártida en el salón Sky, el bar que el crucero tiene abierto hasta la medianoche; después de esa hora es raro encontrar a alguien en los pasillos de un barco de madrugadores.
En medio del documental y también durante la charla que da Paula, una de las tripulantes circula el mate. El piso vibra; las mesas del bar se balancean apenas. Algunos pasajeros se entreduermen en los sillones. Hace más de un día que nadie se entretiene mirando sus celulares porque no hay señal de teléfono ni Internet. "Antes de la llegada de Magallanes había 20.000 pobladores en estas tierras; en 1940 quedaban cien", informa la experta. Cuenta que los aonikek, los selknam, los haush, los yaganes y los kameskar fueron muriendo por matanzas programadas, y por enfermedades que les transmitieron los colonizadores. "Hoy quedan doce kameskar, que se salvaron de desaparecer porque eran nómadas y se alejaron, y una yagán, Cristina Calderón, de 83 años. Esta abuela es patrimonio humano viviente."
Trekking por el bosque
Avanza la mañana y de fondo llegan los sonidos de un barman que prepara los primeros tragos del día. A las 13.15 una voz en un parlante que llega a todos los ambientes del barco anuncia que el almuerzo está servido. Como ayudante de cocina trabaja un hijo de Cristina Calderón: Luis Segundo Zárraga Calderón. Cuenta que a los 14 se fue de la casa; ahora está por cumplir 60. "Me fui de marinero por la comida. Éramos siete hermanos y no alcanzaba. Mi papá murió cuando yo tenía 10", dice. Estuvo 23 años en la marina y luego se embarcó. "Cada vez que termino la temporada voy a ver a mi madre, que está viejita", relata. Vivió siempre en Puerto Williams, en la ribera norte de la isla Navarino y en la orilla sur del canal Beagle.
A las 5 se prepara el desembarco en bahía Wulaia, en la isla Navarino. Allí, una guía conduce una caminata de dos horas por un bosque de árboles autóctonos como lengas, ñires y colihues. Cada tanto invita a detenerse en un mirador para tomar fotos, responder preguntas. En una de esas paradas se explaya sobre los castores, una especie importada por la Argentina desde Canadá que ocasiona grandes perjuicios en el bosque. Son los amos del lugar: con sus filosos dientes tiran abajo árboles de gran porte para armar diques. Así, cada familia va inundando zonas de la isla que quedan como manchones con vegetación muerta.
A la mañana siguiente, pocos minutos después de las 7 se inicia el último día de navegación del canal Beagle, que tiene a los glaciares como plato fuerte. Luego del café para madrugadores se dan las instrucciones para el desembarco en Seno Garibaldi. Se puede participar de una caminata intensa por el interior del bosque -en partes, sólo se puede avanzar colgado de sogas, también hay que atravesar un río hasta llegar a una cascada- o permanecer a bordo para navegar hacia el glaciar Garibaldi, donde el barco ancla a 500 metros.
Una europea jovencita con un aire a Kate Winslet está en la cubierta y se toma una selfie con la inmensa pared blanca detrás; un grupo de españoles se desespera por sacarse fotos: "Demasiadas máquinas para tan poco, tío", dice uno que hace de fotógrafo (del cuello le cuelgan siete cámaras); una pareja de varones contempla la parva de hielo en silencio. "Si quieren una buena foto tienen que correrse ustedes así se ve el glaciar", bromea un señor mayor de boina y bastón antes de retirarse al salón de lectura.
El barco avanza de nuevo y es como si caminara un gigante; el mar está calmo y cubierto de témpanos de hielo flotando cuando se acerca al glaciar Pía; en algunos se posan cormoranes o gaviotas grises. Las opciones son similares: algunos caminan por el bosque; otros se dedican a sacar fotos: están quienes prefieren tenderse en sus camas, por cuyas ventanas se mece la masa de hielo enorme; los menos friolentos se mantienen en la cubierta. Pese al rumor del motor se oyen los desgarramientos del glaciar como truenos que van a parar al agua. El naturalista argentino Hernán Casañas permanece arriba y no abandona su largavista: vino a ver la becasina, un ave que habita en la zona más austral del mundo y que aún no se deja ver.
El viaje tiene sabor a final cuando el crucero se interna por la avenida de los glaciares de la cordillera Darwin. No es la primera vez que un grupo de lobos marinos muestra sus piruetas. Clic, clic, las fotos. Los celulares sirven para algo. Mientras, anochece y desfilan frente a las ventanas los glaciares Romanche, Alemania, Francia, Italia y Holanda. En el bar los pasajeros degustan, con sonrisa de vino y cerveza, comidas típicas de cada país: salchichas picantes, por Alemania; tablas de quesos en el paso por España y Holanda. "La pizza del fin del mundo", invita el capitán en medio de la avenida fueguina.
A las 8 de la noche es la cena con el capitán y luego, la subasta de la carta de navegación. El capitán y su mapa estratégico, las dos guías en esta aventura austral de 277 millas náuticas que termina en el puerto de Ushuaia.
Datos útiles
Tarifas. Crucero, desde US$ 1189 por persona. Todo incluido: comidas, bar abierto en horario definido y excursiones. Crucero: Ushuaia - Ushuaia (3 noches), salidas a partir del 17 de octubre (dos por mes) y hasta abril.
Además de este itinerario de tres días, con comienzo y fin en Ushuaia, se pueden elegir otras salidas de 3 y 4 noches que unen Ushuaia con Punta Arenas y salidas desde Ushuaia de 7 días (desde US$ 2366 por persona, en base doble).
Promo: los menores de 17 años durante diciembre viajan gratis.
En Internet. www.australis.com
Dormir con vista al Beagle
Después del crucero, unos días en Ushuaia para disfrutar en tierra firme y también volver al Beagle.
El hotel Los Cauquenes, en Ushuaia, tiene 54 habitaciones, pero es como una casa grande. Temprano, el desayuno aguarda en un salón alargado, con piso de madera y paredes de vidrio con vista al canal Beagle. Tes variados en hebras (hay uno especial de la casa), café, mate, masas y tortas caseras. Se oye el crepitar de los troncos en la estufa de piedra, que está prendida siempre.
En las habitaciones hay chocolates sobre la mesa de noche. Incluso las más pequeñas parecen un monoambiente espacioso de los de Buenos Aires. El plasma de 32 pulgadas está rodeado de libros con información de la zona. Una guía en siete idiomas menciona a Los Cauquenes como uno de los 520 mejores hoteles del mundo. Las habitaciones cuestan entre 400 y 1200 dólares la noche.
A media mañana, la gerente general, Karina Catelani, invita a uno de los paseos exclusivos del hotel: una navegación de dos horas por el Beagle en el Akawaia, la embarcación recién estrenada de Los Cauquenes, Resort & Spa.
El capitán del barco, Guillermo Burgos, zarpa a las 3 de la tarde desde el puerto. Al lado del timón, largavista, dos celulares, un woki toki, una estampa de San Silverio, protector de los mares. Navega y hace, a la vez, de guía turístico. Aun en la zona poblada de Ushuaia habla de la montaña ocupada por gente sin casa; da detalles del canal (mide 180 kilómetros, en algunos tramos tiene siete de ancho, en otros sólo uno); señala los árboles bandera, inclinados por el viento; una lobería de más de cien años; identifica la fauna marina; cuenta la historia del faro, que fabricó la armada argentina en 1920.
De regreso en el hotel, la mesa está nuevamente servida para el té de la tarde. Luego, la invitación al spa: 20 minutos de masajes (el servicio cuesta $ 195, pero hay tratamientos corporales que llegan a $ 470 la hora). También está disponible la pileta climatizada, el gimnasio y el jacuzzi. En la cena hay platos como cordero fueguino ($ 160) y ojo de bife de cerdo asado ($ 170). Luego, la barra de tragos libre para los que resisten una jornada de emociones intensas en la ciudad más austral.