La mitad de la Isla Grande de Tierra del Fuego responde a la soberanía chilena. Hay apenas un par de poblados y una capital provincial, Porvenir, de cuatro mil personas. Esta tierra chilena se recorre en soledad. Se pueden compartir unos mates en una sierra con genuinos buscadores de oro, navegar hasta la cordillera Darwin con sus docenas de glaciares cayendo al mar o andar en una 4x4 para llegar a veredas que terminan a pique en el estrecho de Magallanes.
Dos camionetas con expertos chilenos en asuntos rurales y turísticos ponen trompa al Sur al comienzo del otoño desde Porvenir. El plan es relevar el camino que alguna vez condujo a Puerto Arturo, un aserradero de principios de siglo. Parajes como Timaukel, Puerto Yartou y Puerto Calaveras jalonan un recorrido paralelo al estrecho de Magallanes con paisajes y situaciones cambiantes.
Los primeros tramos del camino penetran en las praderas fueguinas donde los únicos testigos son algunas majadas de ovejas, zorros y guanacos.
Esa monotonía cambia repentinamente al cruzar un arroyo llamado río Bueno. Comienza el bosque, aumenta la humedad y se podría decir que empieza la Tierra del Fuego salvaje.
El camino por momentos desaparece y se circula a los tumbos por playas de canto rodado del tamaño de melones. Cada patinada pulveriza mejillones y algas y el olor a puerto penetra el olfato. De a ratos, lo que parece ser la huella se interna en bosques de canelo, un árbol propio de Tierra del Fuego. Casi no hay lugar para virar, y algunas curvas hay que hacerlas alternando la marcha adelante con la reversa.
Tiempo de descanso
Tras unas seis horas de reptar por la senda se llega a la estancia Lote Miguelito, de don Sergio Maldonado. Allí es posible pernoctar y comer en el puesto de campo.
Don Sergio -un curtido hombre de campo patagónico- quiere adaptar su casita para el turismo rural. Pasar un tiempo allí significa desayunar al amanecer con pan recién hecho y carne de oveja de la noche anterior y lavarse en una pileta de cocina con canillas relucientes.
El tramo siguiente hasta el final del camino en Puerto Arturo requiere pericia en el manejo de la doble tracción y voluntad para viajar en coctelera. Es imposible que los equipos y los pasajeros se mantengan en los asientos.
Se atraviesan bosques de lengas y canelos con profundos huellones que paralizan el pulso.
El Cóndor se cruza
Troncos caídos y playas cubiertas de palos que trae la marea son sorteados a puro instinto. Las olas del estrecho de Magallanes rompiendo siempre a la derecha del trayecto y el ruido de las matas de calafate raspando la carrocería se entremezclan con los barquinazos y las fuertes aceleradas.
Quizás el hito más remarcable es el vadeo del río Cóndor, un ancho cauce de aguas oscuras a causa de los turbales que drenan sus infinitos meandros.
Jaime, uno de los técnicos, busca el vadeo. Desde la orilla, el reflejo sobre el agua no permite ver el fondo; sólo caminando Jaime va midiendo la profundidad.
Un alivio: el fondo es de canto rodado y comienza el cruce. La primera camioneta, gasolera, va en marcha baja y rugiendo en medio de una nube de vapor. Cuando se cruza ese río, el agua suele sobrepasar la altura de las ruedas y corre sobre el capot. Los segundos que se tarda en atravesarlo parecen horas.
La segunda camioneta, naftera, topa la correntada con fuerza. El motor se para en seco. Parecía inevitable bajar al agua helada y engancharla con el malacate. El conductor le da contacto y, contra todo pronóstico, arranca. Acelera a fondo y saca el vehículo del agua.
En esta expedición fue necesario usar en varias ocasiones un malacate o winche -como se lo llama en Chile- y la tracción del vehículo compañero para salvar situaciones de total intransitabilidad.
Al final , galpones, un muelle roto y rieles retorcidos y oxidados. Algunos pasos más, y en un hueco de un murallón de piedra, hay un altar con la imagen de una Virgen y unos caracoles que hacían de candelabro.
Las camionetas no pueden seguir. Otra vez los violentos sacudones del regreso siguiendo lo que alguna vez fue un camino. Así y todo, un arco iris completo acompaña los dos vehículos, enmarcando los árboles costeros con su sufrida forma de bandera flameante.
Tentados por el peligro
En Tierra del Fuego se da uno de los pocos casos en el globo en que una frontera atraviesa una isla. Ambos sectores son parecidos en su relieve (campos en el Norte, cordillera en el Sur), en su clima, en sus riquezas naturales y hasta en su calidad de confín de sus respectivas metrópolis.
También hay importantes contrastes. El sector argentino adquirió cierta industrialización, es explotado para el turismo y la población proviene de afuera de la isla. En cambio, la provincia chilena de Tierra del Fuego es puramente campesina.
Pero hay otra diferencia. Sus caminos. Mientras la ruta nacional 3 -en proceso de pavimentación definitiva- es la columna vertebral de la parte argentina, con costillas de tierra que se desprenden hacia los interiores (las rutas complementarias), la jurisdicción chilena tiene otra estructura.
Los caminos chilenos son de ripio o tierra y, como todo camino de campo, reciben poco mantenimiento. Los baches y zanjones, amén del serrucho, son comunes e inesperados. Pero lo peor es el diseño. A la típica angostura de la pista, los viales chilenos le agregan el vértigo de unas banquinas que son en realidad zanjones con una terminación abrupta en forma de talud.
Una vuelta por el barrio
La doble tracción en estos casos es casi un seguro de vida, por la tendencia a mantener el vehículo derecho. El despeje del suelo evita golpear contra los piedrones del camino. La mayor capacidad de vadeo permite cruzar los arroyos que abundan en los caminos más remotos.
Esas características son propias de un todoterreno. Hacen más seguro un viaje tan áspero, aunque no haya que superar trepadas o inclinaciones superempinadas, como las que aparecen en el manual del 4x4 o las de la senda a Puerto Arturo.
Está anocheciendo en un perdido camino. Mientras la penumbra esconde el relieve del camino y la temperatura desciende rápidamente, la sensación de inseguridad aumenta.
La confiabilidad de un todoterreno hace su parte para que, al encender los potentes faros halógenos, el viaje se sienta como una vuelta por el barrio.