OBERA.- El fenómeno de la fusión de colectividades que se da en algunos pueblos de Misiones se debe a que, en pleno auge de las inmigraciones europeas de fines del siglo último y principios del actual, la provincia recibió gran parte del grupo que desembarcó en la Argentina. La concentración poblacional en el Viejo Continente produjo este traslado que repercutió de manera favorable en el aumento de la densidad de habitantes. Si bien la ansiedad por poblar de los gobiernos de aquel entonces no fue muy bien recibida por las comunidades aborígenes de la zona, hoy ambos sectores, de alguna manera, han aprendido a convivir armónicamente. Para encontrarse cara a cara con aquellas familias que llegaron de Europa y hoy sienten a la tierra misionera como propia, hay que internarse en el corazón de los pueblitos del interior de este territorio. Hay una razón sencilla para esto; sólo en estas pequeñas aldeas pudieron los inmigrantes sentirse como en casa, cultivar los surcos y establecer las bases de una nueva cultura: la resultante de la integración. Oberá es el ejemplo más paradigmático de los asentamientos extranjeros en el suelo de Misiones.
Para paladares exquisitos
No es un mito aquel relato de la tierra prometida que recorre las calles de Oberá. Es una verdad tan fuertemente arraigada en la piel de los lugareños, que ellos han decidido todos los años brindar una fiesta para agradecer a la América que los recibió, y recordar al Viejo Continente que cien años atrás los vio partir. "Cuando la melancolía se presta a estallar, cuando la congoja recorre los cuerpos, cuando nos despertamos en medio de la noche con un sueño triste de nuestra niñez y el pueblo natal, entonces llega la fiesta, desembarcan las fechas en las que es hora de juntarnos entre todas las etnias que emigramos de la inmutable Europa y agradecerle a la tierra que fue prometida y hoy es real, todo lo que nos ha regalado", suele explicar Irina, una anciana polaca de trenzas muy blancas, con cierta tristeza anudándole la garganta.
En el Parque de las Naciones, en el interior de la cabaña ucrania, sobre mesas prolijamente preparadas, el vareniki con crema y el pollo a la Kiev se disputan la atención de los visitantes, mientras un par de muchachas vestidas con delantales y polleras coloradas terminan de cerrar los niños envueltos. Cerca de ahí, un oriental eternamente sonriente va dorando el yakitori (brochette de cerdo) y lo sirve acompañado con un delicioso ozushi (arrollado de arroz) y salsa especial de curry. Un poco más allá, el pollo a la polonesa se alterna con los quebe naie (kipe crudo) de la casa árabe, las cuisses de grenouilles (ranas a la provenzal) de los representantes franceses, las salchichas con chucrut alemanas, o el arenque con cebolla y crema que una simpática moscovita se apresura a colocar en la sartén para terminar de cocer. La mejor paella del país se prepara en el stand español, y para los que prefieran la frescura y el sabor de la buena cerveza, la casa nórdica espera con variedades y mucha espuma.
Oberá es para paladares exquisitos y la fusión de las diferentes etnias se pone de manifiesto en cada celebración. Es una pequeña Europa, una comunidad anclada en el centro misionero que es síntesis de más de 14 naciones; allí conviven sin problemas argentinos, alemanes, árabes, brasileños, ucranios, franceses, españoles, japoneses, italianos, noruegos, paraguayos, polacos, rusos, suizos... Sus credos, costumbres y tradiciones han sabido fusionarse en una nueva cultura rica en colorido, saberes y prédicas.
Un cacique guaraní cedió su nombre al pueblo. Fundado en el corazón de la provincia hace más de 70 años, Oberá significa lo que brilla o resplandor y allí todos los años, entre el 4 y el 12 de septiembre, se realiza la fiesta de los inmigrantes. Entonces, cada colectividad prepara lo mejor de sus comidas, artesanías y vestimentas, para exhibirlas y ofrecerlas a los visitantes que se acercan hasta el Parque de las Naciones. Hay grandes bailes, espectáculos, ballets de las culturas y hasta elección de la reina.
El pueblo está surcado por un camino de asfalto enrojecido por las ruedas de los que visitan la tierra, las orquídeas acompañan el recorrido y adornan las orillas de las calles. Hay más de 42 religiones e igual número de iglesias que le brindan al lugar un atractivo extra para los amantes de los santuarios y sus originales detalles arquitectónicos. El templo ucranio es algo así como un Taj Majal en miniatura, una belleza edilicia única en la región, mientras que la capilla católica es quizá la más llamativa; ocupa el centro del pueblo y sus terminaciones agudas la destacan por sobre las copas de los árboles. Cada plazoleta lleva el nombre de uno de los países a los que pertenecen los diferentes colectividades.
Para los que buscan un poco de acción, hay una reserva ecológica a pocos kilómetros del pueblo, llamada Puerto Aventura, en la que se ha montado una especie de parque de diversiones sobre la base de los elementos autóctonos de la naturaleza. Así, lo más pequeños pueden deslizarse en cables carriles por entre los árboles, o subirse a los andamios que recorren la selva. Hay péndulos gigantes, cabalgatas, caminatas por el monte, además de las clásicas cabañas en donde esperan el mate y las tortas fritas de la media tarde.
La anciana de los pájaros
Doña Frida, quimono azul y pelo blanquísimo, lleva más de 76 años sobre la tierra, y hace otros tantos que se alejó de su Alemania natal. Una pareja de tucanes se pasea por sus brazos mientras Oma (como la llaman sus amigos) cuenta con cadencia y pausa su admiración por las aves migratorias. "¡Por su libertad!", enfatiza. Fascinada con los pájaros, ella decidió hace años crear en el jardín del fondo de su casita un lugar para que cada especie tenga su oportunidad de reproducirse. Así, intercambiando con diferentes apasionados del mundo, en poco tiempo logró reunir a más de 200 pájaros que la extrañan cuando ella se enferma. Pero como el patio de la Oma fue quedando pequeño para tantos pájaros, ahora Enrique, su hijo, ha logrado trasladarlos, asesorado por centros ornitológicos, a un predio más adecuado para que puedan subsistir con mayor espacio y comodidad. Hoy, las aves de doña Oma pueden visitarse en la Avda. Sarmiento y Catamarca.
A la hora del almuerzo los amantes del buen galeto tienen en Oberá un lugar preferencial; el mesón J.C. en la esquina de 9 de Julio y Entre Ríos. Allí, don José, un simpático y amigable nativo de bigote cortado al ras que vive de broma en broma, atiende desde la barra y está dispuesto a contar las mejores anécdotas del poblado y sus alrededores.
De salto en salto
Desde Oberá, por la ruta 14 y en el lado opuesto a Campo Grande, está el acceso al salto Chávez. De ahí son 12 kilómetros de tierra roja, selva cerrada que se inclina sobre el sendero y cebúes pastando en las orillas. La cascada está en un lugar de fácil acceso, pero sin embargo se mantiene con todas las características de tierra virginal; tiene 10 metros de ancho y termina en unos piletones de piedra que invitan a sumergirse.
A pocos kilómetros del poblado, pero en dirección contraria, está el salto Berrondo. Una profunda y majestuosa caída de agua, con un complejo turístico emplazado en los alrededores en el que está permitido acampar. Hay una proveeduría, piletas de natación, parrillas, duchas y juegos para niños.