La Isla de Pascua suele ser un sueño muy lejano para quien planifica conocer el planeta y disfrutar y emocionarse con ello.
Este sueño se transformó en realidad y durante seis días recorrimos sus calles de tierra rojiza, sus acumulaciones de piedras volcánicas, sus cavernas con rocas de colores increíbles, el cráter del volcán Orongo -con sus lagunitas interiores y pastizales verdes-, y los majestuosos e insondables moáis, tallados en rocas gigantes, junto a las playas o en las praderas, que otean el horizonte acompañando la salida o la puesta de sol según fueron ubicados por sus talladores.
Nos preguntamos por qué vemos apenas algunas vacas en las magníficas praderas verdes que asemejan cuidados jardines; por qué, en cambio, hay tantos caballos que las recorren y embellecen. Disfrutamos de los ananás pequeños y de plátanos con frutos por doquier. También de los ceibos, los hibiscos gigantes y tantas otras flores cuyos nombres hemos olvidado.
Hay algunos cajeros automáticos, un locutorio completo para conectarse a Internet, un club para bailar junto con los lugareños esas danzas similares a las de la Polinesia Francesa y una cancha de fútbol con vista al mar y a los botes de pescadores que yacen en la arena esperando la próxima partida. También, innumerables tiendas y el mercado municipal para comprar suvenires y restaurantes para degustar comidas internacionales o platos típicos aprovechando los frutos del mar? Y esa sensación indescriptible, mezcla simultánea de paz e inquietud por ese aislamiento en el que transcurren los días, y que muchos europeos y continentales latinoamericanos han elegido para residir y vivir de otra manera, tal vez atrapados por esa magia de los rapanui, que hacen de esta isla su propio paraíso.
La isla es justamente la más aislada de los continentes y un lugar donde hay de todo, pero en pequeña cantidad, acorde con su superficie. Ni el cemento ni el consumismo han logrado imponerse por sobre la naturaleza.
Ahora llueve y corre el agua marrón rojiza por las calles hacia el mar. Aun así disfrutamos, mojando nuestros pies en esa tierra tantas veces soñada. Es el atardecer. El mar comienza a incendiarse. Trepa el fuego hasta las nubes y el espectáculo es inenarrable. Los moáis despiden al sol, inmutables como hace cientos de años (¿o más de mil?) lo vienen haciendo. La emoción nos sacude.
Nosotros partiremos mañana, en un vuelo que luego de cuatro horas y media nos devolverá al continente, y pensando que seguramente no volverá a darse este sueño que culmina.
Beatriz Dubischar