HUMAHUACA, Jujuy.- Silencio de siesta. El sol se clava en la nuca, y entibia la placidez de un martes con restos de domingo. La ciudad está sitiada por el sopor, y el golpeteo suave de las pisadas parece una insolencia. Hasta que, en el medio del sueño, un rayo de viento revuelve la calma y levanta polvo y más polvo.
En Humahuaca -uno de los principales poblados asentados a lo largo del valle jujeño-, lo único que corre rápido es el viento. Un coche ronronea a paso de hombre y se desliza por las calles angostas y empedradas hasta que se detiene en uno de los restaurantes del centro. Está casi vacío. En un rincón, dos chicos muy chicos miran los dibujitos animados en estado de hipnosis. El mismo que les provocará la promoción de la novela de Verónica Castro, o la propaganda de un jabón. El viento sacude los cables con furia y la imagen salta demasiado. Un tercer retoño se zambulle en un platazo de fideos. Mira la tele con la boca abierta y el tenedor a mitad de camino. Inmóvil. Y la imagen salta, salta, salta. Pero a quién le importa.
Media hora más tarde, los tres estarán jugando a las escondidas en la plazoleta Sargento Gómez. Y, junto con sus compañeros de servicios, se entregarán al turismo por algunos centavos. "¿Necesita un policía? -pregunta un valiente que apenas llega al metro de altura- ¿Un guía que le muestre la escuela, la ciudad, el Cabildo?"
El Cabildo es una de las construcciones más hermosas de Humahuaca. Además del estilo colonial muy cuidado (la zona fue fundada por los españoles en el siglo XVI), ofrece una rutina que paraliza a visitantes y locales: todos los mediodías, doce campanadas vibran desde lo alto de una torre, mientras la figura articulada de San Francisco Solano da su bendición. Los tañidos rebotan fuerte y hondo. Aguijonean la calma de un pueblo donde el silencio forma parte de un paisaje.
Muchos se persignan, otros apenas insinúan una plegaria y los turistas pura cepa exprimen sus cámaras hasta que la figura divina se pierda entre bambalinas. Entonces queda la nada. O casi. Apenas un eco metálico perdiéndose entre las calles que parten de la plaza. La plaza Sargento Gómez -un puñado bellísimo de árboles y adoquines- tiene un tamaño menor al de una manzana. Y, aun así, es el eje del centro humahuaqueño. Alrededor, además del Cabildo, hay una iglesia muy blanca y una escalinata de piedra casi infinita, que conduce hasta el Monumento a la Independencia. Allí arriba, además de la estatua, hay una suerte de anfiteatro donde, en febrero, se realiza el Tantanakuy: un encuentro no comercial de músicos que congrega a figuras de la talla de Jaime Torres.
Entre coplitas y bolsas de coca
El paisaje, desde semejante altura, ofrece un cuadro perfecto: las montañas, fraccionadas en franjas de colores, se funden con el verde furioso de los árboles y enmarcan un caserío que se va espesando hacia el centro. Y es ahí, en el punto máximo de la adrenalina local, donde la escalinata cae como una catarata de adoquines con un aire muy Piazza Spagna.
Eso sí: a diferencia del modelo italiano, en el trayecto no hay lentejuelas de primer mundo ni mujeres luciendo sus curvas de alta costura. "¿Una coplita, señorita? O una poesía... O una bolsita de coca. ¿No quiere coca? Mi tío es guía y le puede mostrar el lugar. ¿Tiene un caramelo? O lo que usted pueda, señorita." Mariana Quispe tiene diez años, piel curtida, mocos secos y dientes sin rumbo. Junto con sus compañeras Lidia y Verónica ofrece sus dones por casi nada.
"La poesía es de Fortunato Ramos y dice así: Yo jamás fui un niño, mi sonrisa es seca, mis espaldas anchas..." En sincronía perfecta, las tres desarrollan su arte con el ritmo monocorde de las escuelas primarias a la hora del Himno o del saludo a la maestra. "Y si no tiene nada para darnos, puede mandar ropa, o útiles, o calzado, o juguetes. Los puede enviar por Correo Argentino, señorita."
El silencio de Humahuaca, en el centro, tiene otro sonido. El del murmullo lejano de las coplitas y los versos. El del chillido tenue de una cámara automática que intenta grabar el espíritu inasible de un pueblo con aires de Macondo.
Como Macondo, Humahuaca se esconde entre las montañas. Parecen pañuelos de colores dejados caer: entre los pliegues rojizos, amarronados, verdes y amarillos, el viento hace ladear las mulas y el sol clava sus hilos de oro casi con fruición.
Para llegar hasta los cerros más cercanos hay que cruzar el río Grande: un lecho de piedras surcado por un intento de agua al borde del estancamiento. Antes del puente, hay un mercado de frutas y artesanías repleto de cholas con bebes colgados en la espalda, cholas con sombreros de ala grande y piel curtida, cholas sin bebes y sin sombrero, cholas con labios ocres de polvo y trenzas que parecen aspas, cholas sin trenzas y con labios sepultados entre arrugas, cholas que se ríen con un solo diente, cholas que se ríen con cuatro, cholas que no se ríen, y cholas que no se ríen, pero tienen marcas de haberse reído mucho, alguna vez.
Un lugar en ninguna parte
La aridez tiene su espejo en las arrugas de los lugareños. Y, sin embargo, del otro lado del río Humahuaca se tiñe de verde. Allí, además de estar las casas más modernas, quienes viven de la agricultura -un 20 por ciento de la población- poseen sus sembradíos y sus granjas.
León y Amancay son dos bolitas rubias que juegan a rodar por las pendientes una y otra vez. Tienen cuatro y cinco años, y unos padres hippies que se hartaron del ruido y buscaron auxilio bajo el cielo intensamente azul de la quebrada. Desde entonces, viven en una casa en las sierras, a pocos metros de un arroyo y entre árboles de un verde inverosímil.
León cuenta que tienen dos burras -una para llevarlo al colegio, en el centro del pueblo- y diez chivas que dan leche y queso. Entonces se enorgullece, y jura que él solo lleva a pastar a las chivas, y que no le tiene miedo a la montaña. León se revuelca entre el polvo con total irresponsabilidad, se escurre entre el paisaje con la habilidad de un gato montés, y Amancay lo sigue con la obsecuencia de los hermanos menores. Hasta que llegan a su refugio natural: un hueco sagrado del que sólo saldrán cuando, al atardecer, se llene de abejas.
"Los padres son dos hippies de San Luis, se cansaron del ruido y largaron todo", cuenta Federico, un porteño de Coronel Díaz y Santa Fe que se fue a Humahuaca de vacaciones por dos meses, y nunca más volvió.
Y es que hay algo en las montañas de colores, en las mujeres con arrugas cosidas por el sol, en los viejos que apoyan su esqueleto en un bastón y amagan con derrumbarse a cada paso. Hay algo en el viento que se anuncia con un susurro lejano, hasta llegar como un golpe de pureza fresca. Hay algo en las coplitas, en los perros que piden con ojos humanos, en los cacareos que se escuchan cada tanto, y a lo lejos. Hay algo en el centro prolijamente forrado de adoquines, en el cielo tan azul barriendo la cima de los cerros, en la mirada apacible de los bebes que cuelgan de las cholas. Hay algo, tal vez la sordidez de la gente y del paisaje, que sacude el alma.
Josefina Licitra
Un ascenso a las nubes
- Cómo llegar:
Hasta el aeropuerto El Cadillal -a 32 kilómetros de San Salvador de Jujuy-, un viaje en avión tarda unas tres horas y ronda los 400 pesos (ida y vuelta).
El trayecto hasta la Capital también se puede hacer en ómnibus: son veintiuna horas de viaje y las tarifas promedian los ciento sesenta pesos (ida y vuelta).
Una vez en San Salvador de Jujuy, todos los ómnibus realizan recorridos a lo largo de la quebrada. El viaje hasta Humahuaca tarda unas dos horas y media, y el precio del boleto es de ocho pesos.
- Dónde dormir:
En Humahuaca, la estructura hotelera es austera, pero limpia y confortable. El hotel Del Turismo (dos estrellas) tiene habitaciones dobles por treinta y cinco pesos. La dirección es Buenos Aires 650, y las reservas se hacen por el (0887) 21-154.
Quienes busquen un ambiente más informal y familiar -aunque igualmente higiénico- pueden ir a la posada El Sol, que está en Tucumán 69, y las reservas (el espacio es muy limitado) se hacen por el (0887) 90-508.
Aquellos que tengan movilidad propia pueden acercarse hasta Huacalera (un pueblito ubicado 27 kilómetros al sur de Humahuaca) y descansar en La Granja, ubicada a pocos metros de la ruta 9. La habitación doble cuesta 35 pesos y las reservas se hacen por el (088) 23-1067.
- Qué comer:
La comida del Norte es barata -se pueden conseguir menús desde cinco pesos- y muy suculenta. Además de los tamales y las deliciosas empanadas jujeñas (que se caracterizan por tener papa) se pueden probar platos regionales menos conocidos, como la sopa de maíz, la quinoa (un cereal que sólo ahora se empieza a cultivar, y promete revolucionar la alimentación internacional) y el picante de pollo.
Tilcara sirve su tierra en grandes ollas
TILCARA, Jujuy.- En Tilcara, a pesar de la honda cadencia pueblerina -y a diferencia de los demás pueblos de la Quebrada-, hay débiles signos de globalización: marcas estampadas en algún cartel, negocios de computación, clínicas, museos de arte precolombino, turistas sajones tomando el sol seco, coches de fin de siglo y calles de tímido asfalto.
Sus calles se estiran angostas hasta las montañas. Al fondo, los cerros son paletas de colores que, de tanto en tanto, dejan escapar alguna casita con paredes y horno de barro.
Claro que, aparte de la clásica, hay otras formas de cocer la comida. La Pacha Manka (pacha: tierra; manka: olla) consiste en una ceremonia donde se hace un pozo en la tierra y, en el fondo, se dejan piedras calientes.
Encima, se colocan carnes y verduras, que luego serán cubiertas por papeles, paja, más piedras y tierra. Tres horas más tarde, la comida estará lista para servir en pequeñas ollas de arcilla. La ceremonia, muchas veces, se hace en el camino al Pucará de Tilcara: una fortificación precolombina construida por los omaguacas para defenderse de los incas.
La construcción -descubierta y reconstruida gracias a un increíble trabajo arqueológico- es un conjunto de casillas, caminos y escalinatas de piedra, sembrado de un mar de cactos de tremendo tamaño. Paridos al cielo por el mismo suelo, son un símbolo de la sed tan seca de la zona; del sol irreverente que rebota en las espinas y se clava en la piel como una aguja más.
Ocurre que en la cumbre del Pucará las sensaciones parecen extremarse y el exceso se desata en su estado más primario: el viento multiplica su crudeza, los rayos pegan con más fuerza y el silencio se traga las montañas.
Entre el paisaje infinito, el humano es, apenas, una insolencia sobrante y diminuta.
Datos para descansar en destino
En Tilcara está el hotel del Turismo (dos estrellas), que tiene habitaciones dobles por treinta pesos. La dirección es Belgrano s/n, y las reservas se hacen por el (088) 955003.
En Huacalera (un pueblito ubicado 15 kilómetros al norte de Tilcara), quienes tienen movilidad propia pueden pasar la noche en La Granja: una estancia impecablemente acondicionada para recibir al turismo, y ubicada a pocos metros de la ruta 9. La habitación doble cuesta 35 pesos, y las reservas se hacen por el (088) 23-1067.