En la lucha libre, los escépticos van a la lona
28 de octubre de 2012
En mi extensa lista personal de cosas no del todo importantes, pero que igual quiero hacer antes de morir, aunque no sé bien por qué, figuró bastante tiempo ver en directo una velada de lucha libre mexicana . Hasta que un viaje al D.F., un par de años atrás, fue la oportunidad para tildar ese ítem.
Gracias, sobre todo, a Miguel H., un amigo chilango que se ofreció de guía. Primero, de tarde, pasamos por el Mercado de Sonora para echar un vistazo a los puestos que, entre brujas y curanderos, venden las enigmáticas y coloridas máscaras de luchador, además de rings de juguete y miniaturas de plástico de ídolos como El Santo y Blue Demon. Máscaras truchas, porque la lucha mexicana tiene su merchandising oficial y más caro, pero también las versiones pirata, igual que ocurre con el fútbol.
La segunda parada fue en El Cuadrilátero. Este modesto local, decorado con abundante memorabilia, pertenece a un ex peleador que tuvo una gran ocurrencia. Inventó un monumental sándwich de un par de kilos, la torta El Gladiador, y lanzó un desafío: si te lo comés en menos de quince minutos no pagás la cuenta. Hasta nuestro paso por El Cuadrilátero, el chiste jamás le había salido gratis a nadie.
El tercer y último round fue en la Arena México, uno de los principales estadios para apreciar el llamado deporte espectáculo, comparable con aquel de Titanes en el Ring, de Martín Karadagián, pero muchísimo más popular, parte del folklore a esta altura.
Miguel, hasta entonces joven profesional, casado y con un hijo de apenas meses, más bien discreto y callado, en la platea se convirtió de pronto en un vociferante fanático, escandalizado ante cada injusticia del árbitro o de los rudos (los malos) contra los técnicos (los buenos).
Después del show, ya en el auto, en busca de algún restaurante por la Condesa, le pregunté a un todavía agitado Miguel hasta qué edad suelen seguir en acción estos luchadores, que parecían darse unos buenos golpes sobre la lona. "Algunos se retiran cuando otro logra quitarle la máscara", fue su sorprendente y muy segura respuesta. "No, en serio...", insistí entre risas por lo que parecía una broma. Miguel me miraba extrañado, como si me estuviera contando lo más obvio del mundo. ¿Cómo no entendía que para un luchador, que le arranquen la máscara es la peor humillación?
Intenté preguntarle cómo podía creer que estas moles encapuchadas peleaban de verdad, pero detecté que estaba a punto de ofenderlo. Miguel no veía todo este asunto como una simple actuación. Ocurría algo más complejo: obviamente le sobraba capacidad intelectual para comprender que esto era una puesta en escena como cualquier otra, pero en ningún momento rompía el pacto. Para él, mi posición escéptica quizás era tan absurda como la de quien irrumpe en una función de Madama Butterly para denunciar que en realidad los militares norteamericanos y las chicas japonesas a principios del siglo pasado no conversaban cantando en tonos imposibles.
En definitiva, ¿creen o no los mexicanos que la lucha libre va en serio? Pues, la lucha es tan real como la vida misma , es una típica respuesta que suelen dar sus inclaudicables devotos.