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Esa heroica y renombrada dama caribeña

Quiso nacer casta cuando ya había sido ultrajada por los ataques de afamados piratas; fue protegida por un muro de piedra de once kilómetros; tras él resistió, luchó y creció hermosa, para orgullo de los locales y la admiración de los visitantes




C ARTAGENA DE INDIAS, Colombia.- Es 1997 en Cartagena de Indias, Colombia, y más o menos parejamente en el resto del mundo. Pero don Ignacio, ciego delante de la puerta de la iglesia de San Pedro Claver, no parece enterado. Quedó ciego hace tantos años en un accidente y anda por allí pidiendo lo que le den, deambulando hecho un pergamino de piel seca y dedos largos por entre las calles de la ciudad amurallada de Cartagena la Heroica, la plaza militar de la antigua y lejana América española. -Me da una moneda.
Grita don Ignacio frente a las caras inmutables de los turistas, los vendedores de mango, los joyeros que ofrecen esmeraldas de un verde imposible.
-Me da una moneda.
Grita don Ignacio cuando la Ciudad Vieja a la que todos llaman el centro se viste de gala para recibir a lo más granado del turismo. Grita y su grito se trepa a las cúpulas centenarias, se queda pegado en las calles de adoquines que da pena pisar, a los balcones de madera corroídos por la sal del mar. Grita y el sol se derrumba igual en el horizonte pintando las murallas como si fuera el lomo de un animal gigante. Como se habrá derrumbado siempre, como lo habrá hecho cuando el Caribe no era territorio de embarcaciones de lujo, sino de piratas y la flota de galeones llegaba cada seis meses a Cartagena y la convertía en un festín continuo y corrupto.
Las calles de Cartagena la Vieja conservan el aroma de la piratería metido hasta los huesos. Don Ignacio por las calles pidiendo limosna y nadie le da y a dos pasos el Palacio de la Inquisición, y a cien metros el Monasterio de las Clarisas donde un puñado de mujeres concretó un encierro en vida, silencioso y despótico. El antiguo refugio de las monjas clarisas, que fue después hospital durante un siglo, engalanó sus formas y hoy es un hotel de cinco estrellas, donde la habitación cuesta más de doscientos dólares. El hotel ha tenido el decoro conservador e hispano de adornarse con el nombre de Hotel Santa Clara. Mozos atildados, mucamas solícitas, conserjes elegantes, fatigan las habitaciones que albergaron sufrimientos innombrables de exorcizados, llantos beatíficos de monjas piadosas, inquinas políticas al por mayor y muertes con olor de santidad. El patio interior, donde las monjas se arrodillarían a orar y hacer sus tareas diarias, está prolijamente adornado por fuentes y aguas abundantes, como si se tratara de una construcción morisca, salpicado de mesas elegantes como plumas de ave del paraíso, velas como toques de amor sobre los manteles.
A la vuelta del hotel está la casa anaranjadísima del segundo prócer for export de Colombia (el primero debería ser Bolívar), el escritor Gabriel García Márquez. Los murallones parecen los de un búnker, pero se le perdona todo a Gabo. Por estas calles adoquinadas festejó con sus amigotes la recepción del premio Nobel y desde ese elefante naranja escribió su libro de 1994: Del amor y otros demonios . En el prólogo del libro narra cómo, cuando fue periodista allá por 1949, su jefe lo envió a darse una vuelta por el histórico Monasterio de las Clarisas, que ya lo estaban convirtiendo en hotel de cinco estrellas. Allí dice: "Su preciosa capilla estaba casi a la intemperie por el derrumbe paulatino del tejado, pero en sus criptas permanecían enterradas tres generaciones de obispos y abadesas y otras gentes principales. El primer paso era desocuparlas, entregar los restos a quienes los reclamaran y tirar el saldo a la fosa común".
Para entender a Cartagena, hay que empezar por el principio.
La ciudad fue fundada, en 1533, por don Pedro de Heredia, sobre las ruinas de la aldea de Kalamarí. Fue el puerto americano donde se embarcaban las mercancías de valor hacia otros puntos del Imperio y, por eso, también una virgen ambicionada por todos los filibusteros que rondaban los mares. Así, apenas diez años después de su fundación, en 1543, el pirata francés Roberto Baal inauguró con el suyo una serie de asaltos que seguirían después a manos de otros como Martín Cote, Jean de Beautemps, Jon Hawkins y sir Francis Drake. En 1686, la corona española decidió que semejante cosa era insostenible y que la mejor defensa era rodear la ciudad de murallas, castillos y fortalezas, y transformarla en una plaza armada. La construcción de toda la fortificación llevó 200 años, pero no fue en vano: en 1985, la Unesco nombró a Cartagena Patrimonio Histórico de la Humanidad.
Y allí está, hay que ver al Patrimonio Histórico de la Humanidad, una doncella que nació violada.
La historia de Cartagena se condensó como jugo espeso dentro de un muro de piedra que mide once kilómetros, que abarca los barrios Centro, San Diego, la Matuna y Getsemaní. La muralla se desliza como un reptil desmesurado enhebrando bajo la misma ley las iglesias, los conventillos, las cárceles, las mugres y las glorias de una ciudad que hoy sigue siendo la más nombrada del Caribe colombiano. Y a veces, también, la más hermosa.
-Arepitas de queso, arepas -grita Carlos. Su puesto es un carrito con toldo rojo, y las arepas son una masa de harina y agua, sin demasiado gusto, rellenas de queso, pollo, jamón, crocante y dorada como un parche apetitoso. Y allí está Carlos, frente al Palacio de la Inquisición, diciendo que no hay ciudad en el mundo como Cartagena, su ciudad natal, su cuna.
-Usted aquí tiene playa, tiene historia, tiene diversión, y está a dos pasos del mar más lindo del mundo. Qué más se puede pedir.
Pero el mar de Cartagena no es el mar más bonito del mundo. Las playas céntricas de Marbella son de arena oscura, y el mar está revuelto y sucio. Pero Carlos se gana la vida vendiendo arepas en la plaza Bolívar porque muchos turistas van a buscar el mar más lindo del mundo en un país que tiene 40 años de guerrilla interna y, a la vez, la tradición democrática más larga de América del Sur, con un solo gobierno militar en este último siglo. De modo que todos en Colombia conviven con la parte negra del asunto, y Carlos y otros tantos colombianos costeños terminan su jornada y se meten en un bar a tomarse su roncito, su cervecita, sin demasiadas ambiciones porque ya tiene suficiente con vivir sobre el lomo hirviente de la historia.
El Palacio de la Inquisición, donde funciona el museo del mismo nombre, se construyó en el siglo XVIII y estuvo abandonado durante un siglo. Pero atravesó los años como una flecha malsana.
-Puedes entrar en la Sala de los Tormentos, el Pabellón de los Brujos, y los aposentos del Inquisidor.
Explica la muchacha que vende las entradas para el museo. La chica se sonríe a toda vela mientras enumera los posibles horrores por contemplar. Pero el museo es menos estremecedor de lo que podría esperarse. En la Sala de los Tormentos hay un potro de tortura, una silla con pinches. La sala que promete los aposentos del Inquisidor regala la réplicas de una cama y una mesa de la época. Abajo, en el patio de hierbas húmedas, un mural gigante deja en claro que lo único que querían los inquisidores era salvar personas de las garras demoníacas. Apenas a una cuadra está el Museo del Oro, con piezas de la cultura senú, una de las más depuradas del período precolombino.
Un mapa de la ciudad amurallada aparece salpicado de nombres: la iglesia catedral, San Pedro Claver (la mejor conservada de la ciudad), la Puerta del Reloj, la fresca casa del marqués de Valdehoyos (sede de la Corporación Nacional de Turismo), el Convento de San Francisco.
-Hermanos, no deben poner velas al santo, porque ennegrecen las figuras y nuestra iglesia se va a deteriorar y caer.
Dice en el templo de Santo Domingo el cura que da misa.
Frente a la iglesia que se cae a pedazos, bares que meten miedo de caros, y una noche que aprieta con toda su belleza brava. Las calles de Cartagena, la de las murallas, se llaman del Curato, de la Paloma, de la Carbonera, de la Cruz, de las carretas, de Santo Domingo, de San Pedro Mártir.
La ciudad entera parece a punto de posarse sobre las páginas de una novela. En el Museo Naval hay pocas piezas que den sentido a su nombre. Pero el edificio es tan antiguo, tan conventual, tan desguasado por los siglos, sus paredes son tan anchas, sus ventanas de madera tan dignas oponiéndose al calor descarado, sus techos tan altos y tan frescos, sus escaleras tan blancas y amplias, sus pasillos atravesados por palmeras tan altas, que uno espera ver el fantasma de una mujer ojerosa envuelta en un camisón blanco y antiguo, diciendo que ella está allí desde siempre. Desde que la ciudad de pecho al Caribe era, sí, una ciudad heroica.

Las islas del Rosario

Saliendo de las murallas, el paisaje se torna más prosaico. Allá arriba, el Convento de la Popa corona una sierra plagada de barrios pobres. Es un monasterio del siglo XVII desde donde se puede ver atardecer sobre el resto del mundo. El Convento de la Popa reina sobre toda la ciudad. Sobre la fortificación feroz y laberíntica del Fuerte de San Felipe, sobre la muralla entera, sobre los hoteles del barrio de Bocagrande y el complejo defensivo de Bocachica, sobre el fuerte El Pastelillo, sobre el Cuartel de las Bóvedas. Allá, solo, digno y pobre en su sierra, guarda en el vientre la imagen morena de la Virgen de la Candelaria, patrona de los cartageneros. Vela sobre el barrio de Manga, con las construcciones más artificiosas de la ciudad, un barrio donde se juntan el Yatch Club con lo más granado de la sociedad cartagenera y los restaurantes más exclusivos y las mansiones más señoriales. Cartagena tiene una amplia avenida principal que conecta la costa con la ciudad vieja y la zona hotelera. Por esa avenida pasan sin demasiada atención a los semáforos los autos, las motos de la policía. Los ómnibus en Cartagena son de historieta: pequeños micros de una decena de asientos, fileteados primorosamente, con los vidrios rotos, sucios, oscuros, lentos, en los que cada día la población va a trabajar, vuelve de ver al novio, se entristece, se alegra y paga su pasaje baratito de cuarenta centavos de dólar. -Gafas, gafas, islas del Rosario.
Las calles de Cartagena son un gran mercado. Los vendedores ambulantes ofrecen excursiones, alhajas, pañuelos, cigarrillos, fósforos y drogas varias con la misma soltura. Pero para ir hasta las islas del Rosario, lo mejor es ir al muelle de los Pegasos y contratar allí.
Es un día de luz tremenda, y son apenas las 9. La lanchas baratas a las islas llevan dos horas de demora, y la muchacha morena y malhumorada que hace las veces de responsable a los ojos del público frunce su boca gigante ante cualquier reclamo y susurra: "Ya, mi amor, espera allí que ya salimos". Todos dicen mi amor en la costa colombiana. Hasta para tratarlo a uno mal le dicen mi amor. Y todas las mujeres de esta parte del país fruncen sus labios cuando lo dicen. Todas tienen las frentes altas, los pechos amplios, en la piel mezclados en porciones iguales el chocolate y la madera. Todas son altivas, feroces, sonrientes.
La lancha parte y se pone de proa a las islas. En Bocachica, una punta de la bahía, se acerca a un muelle para recoger al guía. En el muelle se atraviesan una docena de chicos que se zambullen cuando ven la lancha. Gritan. -Una moneda, una moneda, tíreme una moneda y se la busco.
Dos italianos sonríen. Barajan una moneda en el aire. Los chicos se arremolinan, sedientos de mostrar lo que saben hacer. Un italiano hace ademán de tirar la moneda al agua, pero no la tira y todos los chicos se sumergen y vuelven a asomar con cara de odio. El italiano sonríe con la moneda en la mano.
-Tírela, mister, tírela que se la encuentro.
Le grita un chico de no más de 8 años, calzoncillos rojos, labios morados de frío. El italiano la tira. El chico se sumerge y sale al instante, con la moneda en la mano, rescatada al mar oscuro allí a dos pasos de la muralla que alguna vez sirvió para defender a la ciudad de los bucaneros y que hoy no la defiende de los turistas. Víctor, sin dientes, moreno, flaco, remera agujereada, se trepa a la lancha y todos entienden que es el guía. -A ver, rapidito, tenemos que llegar rápido -dice Víctor.
Quiere terminar la faena, recibir sus propinas antes de que caiga la tarde y el mar se ponga bravo y peligroso.
-Si les ofrecen ostras en las islas no las reciban se las van a cobrar muy caro .
Advierte Víctor, sin dientes. La lancha se pone en marcha, de panza sobre el Caribe. Las olas son generosas. Se monta sobre la cresta de una y cae sobre el lomo de otra como una bofetada plana y dura. -Cómo no avisan que se puede mojar el equipo de fotos -grita un sueco desde el asiento de atrás, empapado por las subidas y bajadas de la lancha.
-Debería haber tomado la excursión cara, señor -grita el guía sin que nada le importe, alcanzando una bolsa impermeable para que el tipo meta sus seis mil dólares de equipo fotográfico a punto de ser comido por la sal. El agua es dueña y señora dentro y fuera de la embarcación endeble. Y de pronto el mar deja de ser una panza gris y monocorde y se transforma -la frontera claramente marcada por una línea que divide lo gris de lo maravilloso- en un mar color verde.
-Ja, miren si han visto un mar así antes -grita Víctor, entusiasmado por la geografía que lo ha parido.
Allá lejos aparecen las islas del Rosario, 28 islotes de arena, casi todos privados, rodeados de un agua brutalmente clara. Las islas son, sí, como esos islotes de folletería convencional. La misma perfección, la misma arena blanca, el mismo mar verde manchado de algas cada tanto, la temperatura que abriga la punta de los dedos. La lancha recorre los islotes y amarra en la isla donde está el acuario. Un camino construido de tablas viborea sobre el mar. Debajo hay tiburones, delfines, tortugas carey, peces sierra, barracudas, meros de más de noventa kilos. Un moreno bajito muestra orgulloso la mano que le mordieron los tiburones nodrizos, que él alimenta de puño y letra. Los tiburones sacan medio cuerpo del agua y comen de su mano trozos de carne, peces pequeños. Pero un día un tiburón lo mordió y él todavía no se explica cómo salvó la mano.
De regreso, la lancha pasa por el complejo defensivo de Bocachica, que tuvo años de esplendor que no son estos. Ahora es un sitio donde funciona un mercado de artesanías improvisadas, montado sobre palos grises en la tierra gris. Los chicos corren en busca de propina y hay cinco personas por cada turista que se ofrecen a guiarlo por entre las murallas del fuerte. El complejo defensivo constaba de un par de fuertes y una plataforma sumergida.
-Venga por acá -dice un hombre y no deja opción, porque ya se está sumergiendo en un túnel estrecho, oscuro, que apenas deja lugar para alzar la espalda. El tipo se larga a la carrera por el túnel con olor a orín, plagado de murciélagos, contando la historia de los soldados españoles que se comunicaban por esos túneles, mientras afuera encadenaban a los desventurados enemigos para que se los comieron los tiburones al subir la marea. El tipo se da vuelta, sonríe en el olor a siglos del túnel. Adelante se ve un rayo de luz que entra a pico por una suerte de ensanchamiento del túnel. Allí se puede permanecer parado, respirar, salir del vaho oscuro, de ese olor a siglos de muertes una sobre la otra.
-Una moneda para el guía.
Dice el hombre. Allá, en el puerto, los chicos están sumergidos en el agua, más flacos que nadie, gritando Una moneda, una moneda, se la encuentro mister y allá lejos Cartagena, una joya encendida de pecho contra el mar.
Ana Nowotny

Datos para andar seguro

Traslados
El vuelo más directo es el de Avianca, que cuesta 750 dólares, sin impuestos ni tasas.
Si se incluye el tramo hasta Cartagena, cuesta 810.
Alojamiento
Entre los hoteles cinco estrellas se pueden encontrar antiguos monasterios adaptados a la hotelería y otros modernos. Los precios varían entre 140 y 220 dólares.
En cuatro estrellas, los precios rondan entre 60 y 100 dólares.
Los de tres estrellas se cotizan a tarifas que van hasta los 35 dólares.
Un hostal en la Ciudad Vieja está a 20 dólares la noche.
Información
La embajada de Colombia está en Carlos Pellegrini 1363, 3er piso. Funciona de lunes a viernes, de 10 a 13, y de 14.30 a 18. es 325-0258/0494.
Visa
No se requiere
Consejo
Para conocer el verdadero sabor local se recomienda efectuar los recorridos turísticos a bordo de las conocidas chivas , los colectivos.

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por Redacción OHLALÁ!


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