Hacia las Estancias más distinguidas
La elegancia y la privacidad que ofrecen algunos cascos de Buenos Aires y Entre Ríos se combinan con la posibilidad de disfrutar a pleno la vida de campo y recuperar el descanso, además de aprovechar otras propuestas tentadoras.
3 de abril de 1998
D iez días atrás, el bimotor de doce plazas aterrizó casi impecable y a la vista del ganado. Correteó por la pista rural de una estancia, en cuyo parque asoma un casco de rumboso pasado e inacabable llanura. Los pasajeros se apearon para una breve visita: un té y la consiguiente tertulia crepuscular sobrevinieron tras la recorrida con el objeto de elegir la distribución de las habitaciones que el clan familiar ocupará durante la Semana Santa.
Finalmente, se reembarcaron con destino al Aeroparque, en la seguridad de que el plan de descanso se cumplirá a rajatablas, con comida gourmet, asados criollos, serenas cabalgatas y lecturas afines con el entorno. Nadie podrá perturbar la estada del grupo familiar: bloquearon la capacidad de la estancia para privilegiarse con una soñada privacidad en un lugar con historia y gracias a una reserva que comenzó a urdirse con cuatro meses de anticipación.
Aunque deliberadamente no se incluyen los datos que nominan la identidad de esta anécdota, la alusión a su realidad testimonia la demanda que este tipo de turismo consiguió en pocos años y diseña también el perfil del carácter más empinado al que los usuarios pueden aspirar.
El fenómeno que significó en los últimos años el turismo de estancias creció hasta conformar un plantel de destinos que alista un abanico de posibilidades de toda la gama posible en la escala tarifaria. Y si bien hay campos con sencillas comodidades para presupuestos económicos, los habitués confesos de estos paseos y permanencias admiten preferir menos días de hospedaje y descanso, pero acompañados con un alto nivel de confort.
Bautismo e iniciación
El ya veterano turismo rural europeo marcó el rumbo de la modalidad que se extendió en buena parte del planeta y terminó por encauzar esta gozosa moda en la Argentina. Aquí, aunque tardío, este costumbrismo viajero tuvo repercusiones especiales porque logró basarse en una hospitalidad espontánea y proverbial de la que dieron cuenta en sus memorias los viajeros llegados por el Río de la Plata a partir del siglo XVII.
Una abundante bibliografía cobijó las tibias descripciones de la acogida criolla en los viejos tiempos, cuando la modestia del bocado humeante de guisos camperos o tal vez la tentación ofrecida desde un costillar no se negaba a nadie. Tampoco se negaba un rincón para apoltronar el descanso, aunque al viajero esperaba sólo un simple jergón.
Pero la buena acogida de antaño no bastó. Sólo cuando la proliferación del ganado enriqueció a los estancieros y transformó también en poderosos a los dueños de los saladeros surgieron los grandes cascos, el diseño que los paisajistas ultramarinos impondrían a sus parques y la ostentación que suponía el conjunto.
En esas fortificaciones de la comodidad, el buen gusto y la sobriedad, donde también se aceptaría el lujo, el conjunto se convirtió en la base del exilio de las tradiciones del hombre de campo para preservarse de la modernidad y la desmemoria.
Proliferaron las construcciones de materiales erguidas por alarifes europeos, a la vez que el alhajamiento refinado dibujó el marco en que se diseñaron los distinguidos agasajos de campo animados entre fines de siglo y las primeras décadas del que ahora se extingue.
Claro que el turismo de estancias con auténticas características hoteleras quedó establecido hace sólo diecisiete años. Para entonces, los pioneros en esta actividad consiguieron, con su decisión, quebrar los prejuicios que impedían compartir esos santuarios con simples turistas.
A la vez, los turistas pudieron dormir en la alcoba de quienes dominaron extensas comarcas, o de generales fatigados en campañas que los encumbraron en el poder.
La candidez empieza por casa
Concretamente, el paso lo dio en 1981 Francisco Sáenz Valiente y Urquiza, dueño del edificio y casco de la estancia y saladero Santa Cándida, a pasos de la histórica Concepción del Uruguay, la atractiva ciudad entrerriana. Santa Cándida fue propiedad de su abuelo: el general Justo José de Urquiza. Para entonces, Sáenz Valiente y Urquiza era -y lo fue hasta su muerte acaecida en Punta del Este en el verano de 1997, a los 90 años- el último nieto de Urquiza con vida.
El casco de Santa Cándida, como se llamó el establecimiento a orillas del arroyo de La China, casi en su desembocadura en el río Uruguay, propicio a los embarques y transformado más tarde en una villa romana, fue comprado por el descendiente del prócer para restaurarlo, engalanarlo y finalmente -ya distinguido como monumento histórico nacional- ponerlo al servicio turístico.
"Fui el primero en imponer este turismo al hacer funcionar a Santa Cándida como hotel, porque los demás estancieros no querían mancillar sus mansiones con turistas", confesó este pionero hace un año y medio, durante un reportaje en su departamento de Libertador y Coronel Díaz, cuando se aprestaba a celebrar su cumpleaños número noventa y sospechaba, apenas, que la vida es un sueño eterno.
Si alguien tiene un mérito parecido al último nieto de Urquiza, ese otro estanciero es Ricardo Aldao, titular de La Bamba, de San Antonio de Areco, que no sólo poco después de la puesta en funcionamiento turístico de Santa Cándida logró vencer algunas resistencias familiares y recibió turistas, sino que encabezó un fenómeno zonal al que se adhirieron otros establecimientos de su comarca: La Porteña, Los Patricios y El Ombú.
Vencidos los primeros prejuicios, el fenómeno se expandió a expensas de las intermitencias climáticas y sus consecuencias financieras: algunos entrevieron la posibilidad de atenuar gastos con el uso turístico de las comodidades aceptablemente disponibles y tuvieron discreto éxito. Se sumaron escalonadamente medianas y pequeñas estancias, y hasta grandes exponentes del esplendor pasado, que lucen en la provincia de Buenos Aires y en Entre Ríos.
Las provincias del Nordeste y Noreste surgieron a la oferta del turismo de estancias con ribetes costumbristas.
Otro tanto sucedió en Córdoba y en Mendoza, mientras que en la Patagonia el fenómeno terminó por satisfacer una carencia hotelera que alivió la travesía de sus inmensas distancias.
Del plantel de estancias encumbradas, a la tradicional Santa Cándida se agregó -tres años atrás- San Pedro, otro establecimiento agropecuario entrerriano que comandaron Justa Urquiza y su esposo, el general Luis María Campos.
Villa María, casi a las puertas de Buenos Aires, en Máximo Paz, se incorporó hace apenas un año y su gran casco de estilo Tudor, que hizo levantar el emprendedor estanciero Celedonio Pereda, jerarquizó el codiciado plantel de suntuosos hospedajes de campo.
, a pocos kilómetros de Lobos, aportó un perfil diferente de castillo normando, durante años vedado a la visitas, que ahora alberga a privilegiados huéspedes.
Por su parte, los viajeros -que lo son en demanda de la naturaleza, la ecología, lo silvestre y el pasado- logran ahora su objetivo desandando viejos caminos carentes de pavimento, esos que llevan donde reina el silencio, el sueño eterno.
Francisco N. Juárez
Por tierra adentro
L as estancias turísticas del interior, aunque padecen la lejanía de la metrópolis, tienen ciertas ventajas. Su mercado regional resulta importante si logran tentar a los habitantes de las ciudades populosas. A la vez, esos establecimientos -que proporcionan comidas, paisajes y costumbres muy diferentes de los de la pampa húmeda- suelen ofrecer vacaciones breves a los turistas que provienen de las grandes urbes como Buenos Aires, Rosario, Córdoba y Bahía Blanca, entre otras.
Otra área del mercado, en algunos casos con mayor éxito, es el turismo receptivo. Los extranjeros bien informados prefieren resolver en un solo viaje dos objetivos. Por ejemplo: quieren ver los Hielos Continentales cercanos a Calafate, y lo logran desde Alta Vista, una estancia que llegó a integrar el listado de Relais & Chateaux. El ejemplo es válido para conocer el noroeste argentino y hacerlo desde una estancia turística salteña. Los amantes del turismo de aventura aciertan si se hospedan en la estancia Los Alamos, de San Rafael, Mendoza, con casco histórico, a mano del cañón del Atuel y el rafting. Los amantes del golf tienen en El Potrerillo, en Alta Gracia, Córdoba, nueve hoyos en el mejor paisaje.
Una propuesta de jerarquía
El turismo estanciero es una alternativa que gana cada día más adeptos porque la naturaleza se presenta como un show a cielo abierto.
C uando impera la seducción por decidir un descanso breve pero verdaderamente reparador, los viajeros sagaces no se equivocan. Por conocimiento, por adecuada información o por ese periscopio natural llamado intuición, enfocan lo ideal.
La elección de una estancia para el descanso y la recreación, novedad de los últimos tiempos, ha cambiado el enfoque hedónico de las vacaciones estrechas y consiguió un despertar hasta el presente insospechado, al tiempo que ha resuelto varias de las más lógicas apetencias de la tradición viajera.
Las mejores estancias proporcionan cascos construidos en tiempos de opulencia, pero con aggiornamentos propios de las nuevas tecnologías. Sin embargo, éstas logran conservar el encanto de los artefactos. Por ejemplo, la luz eléctrica que transformó lámparas y bellas arañas que conservan las llavecitas que, en cada brazo, daba paso al gas iluminador.
Modernas instalaciones
Nuevas cañerías, abastecidas por modernas y escondidas calderas, llegan a sanitarios de antaño donde relucen los mármoles y las porcelanas.
Con esas mejoras que han adecuado el confort del pasado con el actual, se ofrece una hotelería al estilo de la llamadas posadas con encanto , con el agregado de hacerlo con importantes construcciones, herrajes, cerámicos, vigas y carpintería de nobles maderas, diseños de singular belleza y ambientación palaciega. Grandes hogares y chimeneas, muros con almohadillas y sobre relieves con alcurnia heráldica, farolas, estatuas de mármol de Carrara y fuentes ornamentales son apenas la estructura básica, que otorga otras gratificaciones puertas adentro con el mobiliario de época, los cuadros, bibliotecas y documentos con historia, a lo que se suma el alhajamiento de las salas de armas, con panoplias; de caza, con trompas y cornamentas; de juego, con billares; de música, con viejos pianos austríacos y atriles, para sopranos ahora imaginarias.
Los comedores se engalanan con candelabros y las cenas logran transformarse en veladas con lucimiento cocinero, todo servido en antiguas piezas de peltre o de plata vieja. El protocolo se allana en los asados, en demanda del aire libre y las deshinibiciones.
Nunca se ha desdeñado en esos privilegiados emporios ganaderos las renegridas cocinas llamadas económicas , aunque funcionen en paralelo los níveos artefactos de hornallas a llama viva y la heladera reemplace, en la mayoría de los casos, a los colgantes jaulones de alambre tejido.
Aves por doquier
La telefonía directa, y más aún la celular (que permite a los viajeros consultas camineras cuando se desorientan en su primera visita), puede disimularse entre tanto silencio, que es el mayor patrimonio buscado en la llanura.
El turismo estanciero de jerarquía ofrece casi todo ese aspecto hotelero, con la particularidad de enclavarlo en medio de un campo en producción, aunque la llanura se descubra más allá de los parques que, en tonalidades degradée, concibió el paisajista Charles Thays para las mejores estancias argentinas.
Verdaderos bosques, lagunas naturales o breves tajamares constituyen el hábitat de todo tipo de aves, inadvertidas víctimas de los disparos de cámaras adosadas a los zoom más pretensiosos y los aún más inocentes binoculares de los extranjeros amantes del birdwatching .
Agua, sol y deporte
Nunca falta una piscina flanqueada de solarium con reposeras y coquetas sombrillas, una cancha de tenis y el palenque donde los pingos ágiles, pero mansos aguardan la hora de la cabalgata.
En Villa María, las cabalgatas disponen de 1500 hectáreas; mientras en La Candelaria de Lobos hacer un trekking por los caminos de su mayor bosque lleva dos horas a ritmo mochilero, aunque los deportistas prefieren usar una de sus dos canchas de tenis.
En la estancia San Pedro es imposible no seguir las tareas rurales muy a mano, como cuando auténticos gauchos encierran el ganado en un viejísimo corral de palo-a-pique.
En la villa símil toscana de Santa Cándida, lo lógico es correr al muelle del arroyo de La China y embarcarse para asomar la proa en el deleitante río Uruguay.
En todos los casos, falta agregar la historia de cada lugar: una vida.