Hacia nuestro cielo soñado
16 de noviembre de 2015 • 09:55


Juan,
Me sentí muy identificada con tu último post y los sentimientos que te provocan las mudanzas. Yo también las viví incontables veces, tanto con mis padres como en mi vida adulta.
Te cuento que este último fin de semana regresé al mar. Esta vez fue por motivos muy distintos a los de mi última experiencia.
No sé si alguna vez te conté que tengo tíos que tienen unos bungalows de ensueño en el medio de los bosques de uno de los destinos –para mí- más bellos de nuestra costa argentina. Este emprendimiento lo inauguraron cuando yo era apenas una niña y el pueblo consistía en tan sólo un puñado de casas alojadas entre la arboleda.
En este instante, sería hermoso que sigas leyendo escuchando este tema (y que después mires el video. Bellísimo):
En este lugar del mundo pasé veranos con mis primas jugando en los médanos por horas. Recuerdo la primera vez que llegué. Mi tío había visitado a mis padres y les propuso llevarme. Yo, con mis seis años y fiel a mi espíritu, me subí a su auto sin dudarlo. Llegamos de madrugada y me metí en la cama de mi prima a dormir. Al segundo ella despertó sorprendida y feliz, y ahí nomás, a las seis de la mañana, nos escabullimos de la casa y me fue a mostrar los bosques. Volvimos a eso de las ocho, con el corazón explotando de alegría. Creo que nadie supo de nuestra pequeña aventura.
En este lugar que te cuento, había una persona que ocupaba un lugar muy especial: mi abuela. Allí pasó muchas navidades, días de verano y momentos que ella atesoraba a su manera, tan peculiar y atractiva.
Este fin de semana volví a este mar con parte de mi familia a cumplir su último deseo: que sus cenizas salieran a jugar entre las olas de las playas que recorrió cientos de veces junto a sus hijos, sus nietos, y luego bisnietos; esas arenas que caminó también en la soledad de sus pensamientos incansables.
Manos grandes, y manitas infantiles dejaron volar sus cenizas y sus flores preferidas en esas aguas familiares. Así, ella pasó a formar parte de este mundo de otro modo, y emprendió el camino hacia lo que siempre anheló por sobre todo: paz.

Este sábado, en un abrazo grupal, la despedimos con todo el afecto imaginable, y cada uno también soltó en aquel instante las fotos densas de pasados no siempre dulces, para dar lugar al simplemente estar y sentir desde el amor.
Y en esas horas de despedida, ella no era la única que se iba. Muchas almas, en varias partes del mundo habían dejado de existir. La diferencia es que estaban siendo dolidas forzadamente, por culpa de los odios, los fundamentalismos y los juegos de poder mundiales.
Siento una tristeza infinita y lucho fuerte para que la rabia que me provoca pertenecer a esta especie - muchas veces irracional y hasta demente-, no me arrastre por el camino que los incitadores quieren: el camino que te aleja del amor y te acerca a los miedos más profundos. Un camino que sin darte cuenta, te transforma en un aliado invisible a sus fines.
Después de la ceremonia, veía a mis sobrinos correr en la arena, con sus sonrisas plenas de inocencia y alegría pura, y sólo deseé que todos aquellos que no estamos enfermos de poder, descubramos que somos más, que podemos hacer la diferencia; y que el único camino es el amor. Quizás si elegimos el sendero pacífico, el de tratarnos bien en nuestro entorno, desde el núcleo más pequeño, podamos cambiar. Y quizás así habrá realmente valido la pena traer a tantos niños amados e inocentes a esta existencia. Niños simples y entusiastas tal como fuimos mi prima y yo, cuando corríamos por los bosques mágicos y nuevos para nuestros ojos curiosos.

Sabés, creo que más allá de todos los deseos individualistas de paternidad y maternidad que podamos tener, no debemos olvidarnos que esos piececitos que corren alegres, necesitan crecer en un mundo que sientan que vale la pena. ¿Qué estamos haciendo por ellos estos días? ¿Qué hogar les estamos dejando?
Y mi abuela quería irse a jugar entre las olas porque como dice mi tía, a pesar de una vida dura, de los golpes fuertes, ella se negaba a soltar a su niña interior. Creo que estaba convencida que abrazar a ese ser que supo ser inocente, era lo único que por momentos le daba la calma y la sensación de que valía la pena seguir y que todo iba a estar bien.
Mi deseo, es que como humanos tengamos la capacidad de abrir nuestros ojos y mirar a todos los niños de nuestra tierra, también a ese que llevamos en nuestro corazón y a aquellos que están por llegar hoy, mañana y en algún futuro. Imaginemos a nuestros hijos, a nuestros sobrinos. Sí, yo puedo visualizar a los míos.

Siento que si los observamos realmente, ya no podremos quedarnos pasivos, y que vamos a tener la capacidad de reaccionar desde el amor, no la violencia.
Hoy deseo un mundo donde todos tengamos la posibilidad que tuvo mi abuela: la oportunidad de reír, llorar, caerse, levantarse, sentirse rendida, volver a creer, atravesar caminos rocosos y senderos suaves.
Y allí, al final del trayecto, irnos en paz, ya sea jugueteando entre olas, o hacia nuestro cielo soñado.
Beso,
Cari
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