Conocer Jerusalén es una experiencia mágica; sumergirse en la Ciudad Vieja, algo sublime. En apenas un kilómetro cuadrado se concentra casi todo el origen de nuestras civilizaciones. Las murallas actuales que la bordean son una invitación para viajar más allá de cualquier tiempo.
Aunque formalmente esté dividida en cuatro barrios -el Musulmán, el Judío, el Armenio y el Cristiano- es mucho más que la suma de esas partes. Apenas se ingresa por cualquiera de sus siete imponentes puertas, las fronteras se desdibujan.
Caminar por la Vía Dolorosa, unas de las principales calles, es comenzar el encuentro con los tesoros de las tres grandes religiones monoteístas. Así aparecen, entre todo lo mundano, las estaciones del Vía Crucis. Es posible hacer todo el trayecto desde el Monte de los Olivos hasta la Iglesia del Santo Sepulcro, el lugar donde murió Jesús luego de su pasión.
Se puede, también, ingresar al predio del Muro de los Lamentos, restos de uno de los templos de Jerusalén. Es un paredón que representa la alianza eterna de Dios con el pueblo judío. Cerrar los ojos al apoyarse contra el muro es una experiencia que redime; hacerlo justo un viernes a la tarde, en el momento del Shabat, un regalo cultural y antropológico.
Casi superpuesta al muro aparece la Cúpula de la Roca, la mezquita de fines del siglo VII vedada para todo aquel que no profese la religión musulmana.
En esta tierra murió Jesús, Mahoma saltó a los cielos y el pueblo judío encuentra sus orígenes. Todo esto alberga la Ciudad Vieja de Jerusalén, fusión perfecta de lo humano con lo trascendente, del pasado con el presente y la eternidad.
Lucas Ignacio Utrera