Tras un vuelo nocturno desde París distinguimos una abigarrada y extendida luminaria en la oscuridad del suelo: estábamos sobre Amman, tierra bíblica, edificada en más de 20 colinas donde, para salvar los desniveles, se repiten los cruces superpuestos de avenidas y senda peatonal.
Observar el plano de la ciudad es como mirar un escrito en árabe, ya que su trazado es un verdadero laberinto en el cual se puede entrar, pero resulta bastante difícil salir. Las grandes avenidas, transitadas a toda velocidad, ayudan a orientarse, pero se corren serios riesgos al pretender cruzarlas, ya que no abundan las sendas peatonales.
En sí, Amman es una ciudad moderna de monoblocks uniformes de no más de cuatro a cinco pisos, todos de un rosa pálido, excepto la zona residencial, donde encanta el vuelo creativo de los arquitectos jordanos.
La ciudad vieja recuerda a nuestro Once: sus calles estrechas colmadas de tenderetes, negocios, vehículos y gente, que se suma a la voz de los almuecines llamando a oración.
La impronta romana se aprecia en varias construcciones que completan el corazón de la ciudad vieja, como el teatro para 6000 espectadores, el Odeón -ambos muy bien conservados-, la columnata del foro y los jardines.
La ciudadela esté en la meseta de una de las colinas de más de cien metros, a la cual se llega por una escalera interminable. Las fortificaciones, los restos de una iglesia bizantina, las columnas del templo de Hércules, la sala de audiencias de lo que debió ser la residencia del gobernador, muy bien restaurada, y la vista panorámica, que abarca casi toda la ciudad, justificaron el esfuerzo.
El jordano es un pueblo agradable, simpático, que trasunta una gran placidez y alegría de vivir. Me dejó un inolvidable recuerdo y deseos de volver para visitar las fortalezas de los cruzados.
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