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La Carolina, oro que no brilla

Pueblo sencillo y atractivo, fue formado por aventureros que llegaban para extraer riquezas durante la fiebre del oro; su singular historia, en un recorrido que incluye un museo y hasta ofrece buscar pepitas




¡La fiebre del oro! Una expresión que enseguida remite a imágenes de aventureros dispuestos a dejarlo todo para buscar la pepita que cambiará su vida para siempre, dispuestos a dejar hasta el último aliento para arrancar su fortuna y su suerte de las entrañas de las montañas o los arroyos de los lugares más remotos de la Tierra.
Enseguida se piensa en California y en Alaska o el Klondike, en el norte extremo de las Américas. Y en personajes tan dispares como Frona Welse y el perro Back -héroes de novelas de Jack London- o el Tío Rico. Pero en la Argentina también hubo una fiebre del oro. Muy distinta sin duda a la que se desató estas semanas con las polémicas en torno de la explotación de minas a cielo abierto. Esta fiebre del oro ocurrió como las de antaño: con minas en galería, venas de oro puro entre las rocas, buscadores que vinieron de todos los rincones de los Andes y un pueblo que nació, prosperó y se marchitó junto con su mina. Fue en San Luis y hay que remontarse a los tiempos del virreinato.

La fortuna de Jerónimo

Las sierras de San Luis forman un universo mineral donde la vida tiene que luchar a cada momento para sortear la escasez de agua. Es una región donde las temperaturas son extremas: muy calurosas en verano y muy frías en invierno.
La fiebre del oro contagió primero a hombres al pie del cerro Tomolasta, una de las cumbres más altas de la provincia de San Luis, con unos respetables 2000 metros. Fue en el siglo XVIII, a orillas de un río donde los lugareños encontraban ya algunos minúsculos vestigios de oro. Pero para 1792, cuando el gobernador de Córdoba creó el pueblo de La Carolina, la fiebre había adquirido las proporciones de una epidemia.
El gobernador en cuestión era el marqués de Sobremonte, el mismo que fue virrey años más tarde y huyó de los ingleses en Buenos Aires con el tesoro de la ciudad, ganándose una fama tan triste como duradera. Fue él quien bautizó al flamante pueblo con el nombre de Carolina, para rendirle un homenaje al rey Carlos III de España. Ya aquel año había acudido gente de todas partes del centro de la Argentina y Chile con esperanzas de encontrar fortuna, como el aventurero portugués Jerónimo, el primer afortunado en descubrir la fabulosa riqueza del cerro.
Jerónimo, sin embargo, fue afortunado, pero no precavido: contó su hallazgo y muy pronto el lugar se convirtió en uno de los más concurridos de todo San Luis. Algo así como la villa turística de Potrero de los Funes o la réplica del Cabildo en la actualidad en pleno enero. Aunque cueste pensar que La Carolina, tal como se lo ve en la actualidad, haya sido alguna vez un lugar concurrido.
Es un pueblo tan mineral como el paisaje que lo rodea. Las casas son de la misma piedra gris sacada del cerro y la vegetación escasea tanto por la altura (unos 1610 metros) como por la falta de agua. La Carolina turística de hoy vive de las penas y las hazañas del pasado, como otros viven de las glorias de antaño. La historia del pueblo fue difícil, todo menos dorada. Un colmo para el único lugar donde se extrajo el codiciado metal en la Argentina en aquellos tiempos.

Metales y poesías

Los pastores del cerro Tomolasta se convirtieron en pirquineros, pero no se recuerda la historia de nadie que haya tenido la misma suerte que Jerónimo. Ellos y los recién llegados atraídos por la fiebre el oro engrosaron las filas de obreros que pasaron una vida sacrificada dentro de las entrañas mismas de la montaña. Durante años abrieron galerías para ver que el 70% del oro sacado con su trabajo se iba para España, debido al tributo impuesto por la corona. La situación no mejoró con la independencia de la Argentina. Al poco tiempo llegó una empresa inglesa y los pirquineros siguieron excavando las rocas para sacar oro de venas que a veces eran más gruesas que un brazo.
El metal era enviado a Inglaterra y La Carolina y sus habitantes seguían tan pobres como hoy es posible imaginarlo, al ver estas casitas de piedra al borde de la única calle. La vida en la mina era dura, más de lo imaginable. Por esto, en algún momento de la visita, en lo más profundo de una galería, el guía hace apagar todas las luces. Es sólo un instante, pero fuera del tiempo, fuera del mundo. Sin luz, sin ruidos, sin percepciones más allá de las que genera la propia imaginación. Así era la vivencia cotidiana de esos mineros que tardaban un año para hacer avanzar una galería apenas unos metros.
Los varones empezaban a trabajar en la mina a los 14 años y tenían una corta expectativa, arruinados por la dureza del trabajo y la exposición permanente a los polvillos que arruinaban la respiración. Una vida radicalmente distinta a la del poeta Juan Crisóstomo Lafinur, el hijo famoso de La Carolina. Al lado de la boca de la mina -que se explota turísticamente en la actualidad- está el Museo de la Poesía, con el que la provincia de San Luis le rinde homenaje. Fiebre del oro e inspiración febril pueden convivir así en medio de las montañas, en una singular yuxtaposición.
El museo se levanta a orillas de un arroyo y sobre la ribera de enfrente, un laberinto de piedras, que parece una ruina de una cultura prehispánica cuando se lo ve de lejos, es otro tributo. Esta vez, a la obra de Jorge Luis Borges. Lafinur fue poeta y militar, destacado en las guerras de la independencia. Tuvo una vida tan breve como la de sus paisanos (de 1797 a 1824), aunque tuvo tiempo de legar su obra.
Además de la visita a la mina y un paseo por el Museo de la Poesía se puede participar en búsquedas de oro. Está la que se organiza cada año en las fiestas del pueblo, en enero. O las que propone una agencia local para aprender a lavar las aguas del río en busca de pepitas. ¿Habrá un día algún Jerónimo entre los participantes de esta salida?
Los más devotos pueden pedir una ayuda a la Virgen del Carmen en la capilla -de piedra- del pueblo. Tiene un original campanario, exterior al cuerpo principal del edificio. Pero no hay que hacerse ilusiones. La mina fue abandonada hace mucho tiempo y la empresa inglesa que la explotó agotó sus venas. Quedan sin embargo otras riquezas en La Carolina: un pueblo muy bonito por conocer recorriendo sus calles, un cerro para subir y ver un hermoso panorama sobre las sierras, paseos a caballo por la comarca, actividades de aventura como trekking y rappel en la montaña. Lo que se llama hoy la fiebre del turismo.

Un paseo por el tiempo

No muy lejos del pueblo de La Carolina se visita el sitio de Inti Huasi. Es un alero profundo, creado por una burbuja de aire dentro de una colada de lava en tiempos precámbricos. El sitio fue habitado por varias culturas sucesivas, desde hace más de ocho milenios. Se puede visitar siguiendo una pasarela de madera para no dañar los suelos, que siguen siendo estudiados. El recorrido se completa con vitrinas que guardan objetos encontrados en el sitio: puntas de flechas y otras herramientas de piedras y hueso para la vida cotidiana de estos pobladores que practicaban sobre todo la caza y el pastoreo. Fue allí donde se empleó por primera vez el método de datación radiocarbónico de objetos prehistóricos en el continente. En la entrada del sitio hay un pequeño local que vende algunas piedras. La local es el ónix, una piedra emblemática de San Luis, con la cual se hacen muchas artesanías (aunque su extracción es en otro lugar de la provincia). La visita del sitio arqueológico de Inti Huasi está habitualmente comprendida en las excursiones a La Carolina.

DATOS ÚTILES

CÓMO LLEGAR
  • Se llega a La Carolina desde San Luis capital o desde la villa turística de Potrero de los Funes por la ruta provincial 9 (parte del trayecto es por autopista).
  • Hay excursiones organizadas desde los hoteles. Pero si resulta posible, es mucho mejor ir por cuenta propia para aprovechar mejor del día y las actividades. Las excursiones organizadas dejan tiempo para una sola visita y la condicionan al almuerzo. La salida, que dura todo el día, cuesta $ 160 por persona (el almuerzo en la parada seleccionada por la agencia cuesta además unos $ 80 por persona).
PARA VER
  • El Museo de la Poesía muestra manuscritos y originales de poetas. También ofrece un servicio de bar y snack. Está abierto todo el año.
  • La mina de oro se visita durante todo el año, sólo con guías habilitados. La agencia Huellas tiene su local al borde del camino que va a la mina y el museo, al final de la calle principal del pueblo. Organiza también salidas de búsqueda de oro para iniciarse en el oficio de los pirquineros.
  • La gruta Inti Huasi se visita todo el año. Se paga un derecho de entrada de $ 2 por persona.
  • Fiestas en La Carolina: la Fiesta del Oro se organiza el primer fin de semana del año. Con espectáculos y búsquedas del tesoro para chicos y grandes. El 16 de julio, el pueblo, que vive un invierno con temperaturas extremas debido a su altura, festeja la Virgen del Carmen.

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por Redacción OHLALÁ!


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