La bahía de Ha Long con su maravilloso paisaje marino enmarcado por más de 2000 islas de origen calcáreo, que forman torres (algunas son seis veces más altas que anchas), es un destino imprescindible en cualquier viaje a Vietnam.
Se encuentran diseminadas en el golfo de Tonkín y en 1994, la Unesco designó 434 km2 como Patrimonio de la Humanidad, un justo reconocimiento a uno de los escenarios más espectaculares del mundo.
Después de un interesante viaje en minibús desde Hanoi, cruzando sembradíos de arroz con la típica imagen del labriego con sombrero cónico y su buey, en las tareas de la siembra, llegué a la ciudad de Ha Long, donde me embarqué en un junco en el muelle de Bai Chay.
Estas embarcaciones de madera poseen motor, pero también se valen de velas de bambú que le dan un toque romántico y cultural, cuentan con un nivel inferior de camarotes dobles con baño, arriba un salón mirador que oficia de restaurante y, finalmente, una cubierta superior con reposeras para apreciar el maravilloso espectáculo que consiste en sortear silenciosamente esas esculturas kársticas, esculpidas por la naturaleza en los últimos 280 millones de años.
Sabiendo que la magia del paseo se incrementa al caer la tarde, y que los ocasos son siempre distintos, pero invariablemente deslumbrantes, tomé una reserva de dos días y una noche de navegación.
El barco llegó cuando todavía el sol se reflejaba en las calmas aguas de la bahía, a la gruta de Hang Sung Sot, considerada una de las más misteriosas de Vietnam con diversas cámaras repletas de estalagmitas y estalactitas que lo sumergen al viajero en un mundo de fantasía multicolor que sólo un niño con un manojo de lápices de colores podría crear.
Y así llegó la noche, y fue el barco lentamente atravesando pórticos altísimos, tapizados de vegetación corta y rizada, donde viven monos y águilas, que a veces se las ve planear y luego caer en picada sobre algún pez, dejando aros concéntricos que se multiplican al infinito.
Todo fue silencio y como casi no había turistas en el barco, me encontré solo adivinando formas de animales, monstruos, cabezas humanas y toda clase de objetos a izquierda y derecha, mientras un sol naranja se apagaba en el espejo de jade de la bahía, no sin antes dibujar en el horizonte una línea de altos peñascos que se cerraban sobre mí como si estuviera en un gigantesco anfiteatro.
Al día siguiente, después del desayuno, y mientras las primeras luces volvían a encender mágicamente semejante escenario, tuve el placer de salir en una canoa y adentrarme entre las torres (algunas de las cuales podía atravesar por túneles hechos por la erosión marina), y como dijo alguien alguna vez sobre el placer de perderse caminando por Venecia, yo hablaría del encanto que significa dejarse perder, remando plácidamente entre esos monumentos naturales en pleno estado de contemplación.