"Mamá, el próximo verano nos vamos de vacaciones con amigas solas, sin padres. Pensamos alquilar algo en la costa, ¿qué te parece?"
¿Que qué me parece? Me parece un balde de agua fría, claro.
Luisa es la mayor de mis cinco hijos. Ya tiene 18 y, naturalmente, poco a poco fue adquiriendo la independencia doméstica de horarios, traslados, compañía; en fin, creció. La vimos tomar vuelo propio y, aunque todavía tenemos varios pichones, hasta nos habíamos hecho a la idea de que en algunos años más sobrevendría el tan mentado síndrome del nido vacío, aunque no sepamos cabalmente cómo ni cuándo, ni qué es, en realidad.
Pero nada de eso me preparó para ese comentario arrojado a la ligera. Ni, menos, para enfrentar el momento en que sería un hecho que las vacaciones, cuya decisión y logística insumen tres cuartas partes del año, si no más, iban a dejar de tener a los cinco bulliciosos, irritantes, exasperantes, pero imprescindibles pasajeros.
A mí me caía la ficha mientras la voz de mi hija pasaba desde las diferentes posibilidades de balnearios hasta otros planes alternativos, como el de alquilar una combi y cruzar Estados Unidos por la Ruta 66. La miraba hablar y la veía de 3 meses, presa en la sillita del auto, durmiendo medio chueca mientras por la ventana se asomaban los picos nevados de los Andes. O cuando, a los 5 años, me acompañó a un viaje de trabajo a Londres, del cual trajo un recuerdo imborrable de (no, nada de eso) un baño de espuma en el hotel.
Con ella, no ya con los menores, llegamos a hacer en tren algún tramo largo al interior, rememoraba. Calor, demoras, pero toda una fiesta a sus ojos infantiles. Justo Luisa también pensaba en trenes, pero no en ese viaje que duerme en los álbumes de fotos, sino en la posibilidad de irse a Europa y cruzar todas las fronteras posibles con un pase de Eurail.
Pero? pero?, ¿no fue ayer cuando cargábamos por la arena ardiente reposera, sombrilla, palita, balde, protector, vianda, en fin, media tonelada de bártulos para surtir las necesidades de una humanidad de menos de un metro? Fue gracias a nuestra primera hija que descubrimos los amaneceres de la playa, la montaña, el campo o la ruta, ya nunca supimos cómo reconfigurar su reloj biológico en los días de descanso y, cual toque de diana, sus berridos nos tenían de pie de madrugada. De ahí le debe haber quedado la costumbre, que mantiene todavía de mayorcita, de estar despierta al alba e irse a dormir ya de día.
Envalentonados por la escucha absorta, los proyectos de Luisa ya abarcaban travesías planetarias cuando pregunté lo obvio, es decir, que cuánto pensaban gastar y con qué trabajos juntaría esos fondos antes de las vacaciones. Su expresión y silencio delataron que en el mismo instante en que formulé la pregunta desapareció la que había imaginado: su principal fuente de financiamiento.
La dejé tan perpleja y titubeante como aquel viaje familiar donde por primera vez la enfrentamos al mar, y supe entonces que seguiríamos llenando cartón por varias vacaciones más.
Por Encarnación Ezcurra