El sábado a la noche comimos en lo de mis suegros.
Nos habían invitado la semana pasada, todos ceremoniosos como son ellos porque "tenían que hablar con nosotros".
Allá fuimos. Comimos un asado riquísimo (qué lujo, la verdad, no creo que vaya a repetirse demasiado).
Promediando la noche, cuando tomábamos el helado que habíamos llevado nosotros, se sientan uno al lado del otro (como para no perder los movimientos de rutina, parece que la tuvieran ensayada!) y empiezan a hablar.
Que la vida está difícil, que nosotros somos tan responsables, que ellos ya están grandes, que nos quieren tanto, que los nietos, que la familia y la juventud, divino tesoro.
Cuestión, que quieren pagarnos el colegio de los tres, así pum, de zopetón, todo el año junto.
Es decir, cómo les explico, mi reflejo fue la emoción. Se me llenaron los ojos de lágrimas, me dio dolor de panza, escuché voces.
Nicolás, que me tenía de la mano, me la apretó hasta que le di una patadita porque me dolía.
Mi miró, completamente afectado, pero tratando de disimular, y me hizo como una pregunta con los ojos.
Yo le respondí con los míos, en un diálogo que fue más o menos así.
N: Vos qué decís?
C: Y sí, yo diría que sí.
Nicolás: Bueno, sí, aceptamos. La verdad nos viene bien. Y ustedes son los abuelos, pueden y quieren hacerlo, adelante.
Nos agradecieron, hicieron cafecito y la noche llegó a su fin en total armonía.
Llegamos a casa, con los tres completamente dormidos y nos acostamos con una sonrisa en la boca.
Qué complicado es lidiar con la familia.
Pero cuánto más sencillo es cuando nos relajamos y aceptamos la ayuda...
Ni me puse a pensar en el precio a pagar. Pero saben qué? Tengo la sensación de que esta vez, es gratis.