PUERTO MADRYN.- Ya había asomado el sol en Puerto Pirámide, a unos 100 kilómetros de aquí. El mar era una especie de lona oscura sobre la que se habían arrojado pequeños cristales y era sacudida por el viento. Brillaba, inconstante.
La bruma lejana desdibujaba el horizonte del Norte. Desde la zona del embarcadero, la meseta patagónica se asomaba en pliegos y caía con vértigo hacia el agua, difusa.
Nada me hacía pensar que faltaba poco para que nos embarcáramos. El viento era despiadado. Sentía que mi dentadura iba a resquebrajarse y el corazón latía más rápido. Se me secaban los labios y el gusto a sal le iba ganando la pulseada al que yo quería mantener: el del café con leche y pan con manteca, el desayuno que hacía tiempo no tomaba. Aquel que acompañaba con la novela de Herman Melville.
No quería pensar en las ballenas. Ya no. No quería pensar en el chaleco salvavidas ni en la nave que nos iba a llevar mar adentro.
Sólo quería escuchar el pequeño golpeteo del agua, el grito intenso y perdurable de las aves, el rechinar del casco amarrado. Pero las voces, los idiomas, los motores, las risas, parecían más metálicas. Pequeñas órdenes, casi amistosas, surgen del resto de las embarcaciones pertenecientes a las empresas que organizan las excursiones para el avistamiento de la ballena franca. Eran una especie de espada que arremetía contra aquellos sonidos tan puros.
Pero llegó la orden. Ajusté un poco más el salvavidas y subí al lanchón. Todo se mecía. Los cachetes desmesuradamente rojos de una rubia se movían, su desordenado pelo se movía; la sonrisa casi perpetua de un hombre de rasgos orientales también se movía. Todo tenía ese ligero vaivén acompasado que era marcado por el chapaleo de la nave. Chas, chas, para un lado. Chas, chas, para el otro. Todo acompañado por un cabeceo como ese que hace un chico arrepentido cuando sólo le queda decir que sí.
Y la nave va
Sueltan las amarras. La lancha se mueve rápida y ahora no se balancea. Golpea, se sacude con fuerza y avanza. El mar se abre. El viento llega más fuerte, se filtra por cualquier hendija y hiere. A veces parece que una tenue llovizna se desata, pero el cielo está celeste, abovedado en el horizonte.
Y el muelle, las casas bajas, la meseta, son una ligera uña marrón con muescas blancas.
De pronto, el alboroto. Los motores bajan las revoluciones, la gente se agolpa y todos marcan con el índice a lo lejos. Ese dedo acusador ahora busca en la lejanía.
El silencio gana la partida y ahora todo es más lento. Nuevamente la sorpresa. Cada vez más cerca. Daría la sensación de que por momentos el mar tiene un enorme regador que lanza chorros de vapor. Pero provienen de una masa oscura, de un azul dominante, que se mueve paciente.
Es la época de amores y de partos aquí en el Sur. Es el momento en que el océano bulle gracias a la presencia de la ballena franca. Es su regreso misterioso, el momento atávico.
Y surge. Se levanta de la nada del agua. Su cráneo triangular encallecido se asoma con desparpajo, como agradeciéndole a la vida, con la esperanza de conservarse.
Y su cuerpo fiero brilla y golpea contra la superficie. Y entonces, el estrépito.Y el agua danza a su alrededor. Se hunde, parece una palma azulada hasta que la aleta se mece, se suspende y se pierde.
El grupo de ballenas crece a lo lejos. Los tamaños son tan dispares como su comportamiento.
Hay quienes quieren ver el rito de la seducción en ello. Se escuchan pronósticos sobre cuál es la hembra y hasta cuál macho va a ser el elegido.
El deseo del cariño
Nada importa. Sólo queda el juego al que uno se asocia. Permanece el deseo encubierto de querer acercase más de lo permitido, de querer tocarlas, de transmitirles cariño.
No son cientos de cetáceos, pero tampoco es la inconstante, momentánea y melancólica aparición de uno solo, porque si no se estaría cerca del lamento; de la certera conciencia de estar en presencia de la inconfundible marca que deja el exterminio.
Entonces la garganta se cierra más por la emoción que por el frío. El pecho duele de alegría.
Sólo hay que mirarlas. Cada una con su juego. Confiadas se aproximan. Generan pequeños remolinos, o borbotones de agua. Algunas se sumergen, sus aletas son una mariposa agónica antes de desaparecer definitivamente y aparecen por el otro lado de la nave, que está tan a la deriva como ellas.
Una cría se asoma, atrevida. Es más brillante, más azul y gira mostrando su vientre. Desafía, como joven que es, la ley natural impuesta por su especie. Repite el juego más de una vez.
Otras se escapan en dirección a la costa y de repente viran. Se quedan como aletargadas y lanzan su frenético chorro que se esfuma en el aire.
Se zambullen en el mismo momento que otro cono encallecido se asoma, o que un lomo casi infinito se deja acunar por el agua.
Así corre el tiempo en el Atlántico Sur. La lancha se suma al ritual del movimiento poniendo proa hacia el puerto. La tierra va tomando otra dimensión, las formas ahora son más nítidas. Atrás, el sistemático canto a la vida sigue su curso.
Con suerte, hasta noviembre
El show debe seguir. Esa parece la premisa. Y en toda la región cada época tiene su esplendor. La llegada de las ballenas es cada vez más temprana y la presencia de los cetáceos dura hasta noviembre, aproximadamente. Aquellos que quieran hacerse una escapada deben contemplar que ahora sólo es el momento de las ballenas, pero a medida que pasan los meses el espectáculo que se da en toda la península se completa con las aves y otras especies marinas.
Bruno Kremer