Duró poco la primavera de ayer, hoy amanecí congelada después de haber apagado el bendito tiro balanceado. Siempre me las ingenio para no embocarle al timing.
Los festejos de la Primavera nunca terminan bien y son de esos pocos días en los que detesto vivir en Palermo que queda todo un hecho un asco y se pone intransitable. Cuando era chica, como mucho hacíamos un picnic en el patio del colegio poniendo lo que todos habíamos llevado en el medio. Coca, papas fritas, chizitos, palitos, sándwiches de miga (¡la gloria!) y las Manon del paquete chiquito. Eso y la clase decorada con guirnaldas de flores que hacíamos con papel crepe. ¡Uf, qué recuerdos! Creo que no toco un papel crepe hace por lo menos 20 años; esa textura rugosa, que se estiraba un poco, hasta medio elástico... Cortar y doblar y pegar y cortar y doblar y pegar un rato que parecía interminable para después abrirla y que cuelgue toda llena de colores.
No era particularmente buena para las actividades prácticas, nada que implicase prolijidad ni precisión extremas. La mayoría de las veces terminaba pegoteada entre dos paspartous o toda pinchada con un bordado. Aún así amaba esas clases porque era la única oportunidad de poder sentarte y charlar libremente con la de al lado durante toda la hora. Definitivamente mejor que cualquier clase de Física o Química. A veces me pregunto cómo terminé el colegio. Creo que si tuviese que volver a aprender la terminación de los alcoholes, las leyes de factoreo, la tabla periódica de los elementos o el principio de acción y reacción jamás podría. Pareciera que el cerebro tiene unos años para ocuparse de esas cosas y después cambia de rumbo sin retorno. Letras, libros e imágenes. Ese es mi mundo. Un Excel es un desafío y últimamente tan cansada y desconcentrada que ni un Sudoku.