Cuando una conoce Canadá, es fácil volverse fan. Es cierto que no hitea en los medios como otros destinos, pero eso la convierte en un lugar misterioso, al que te dan ganas de llegar para descubrir por vos misma qué es lo que pasa ahí.
Y Quebec es como una gran casa con la puerta y los brazos abiertos para recibir a
gente de todo el mundo. Me hace pensar en una familia con hijos adolescentes: cada integrante tiene una cultura muy diferente que se respeta porque, bajo este techo, se entiende que la diversidad suma en tanto
la convivencia sea pacífica.En el país con la bandera de la hojita –símbolo que remite a los ciclos de la vida–
la naturaleza explota en cada rincón y, sobre todo, hipnotiza en otoño, cuando los arces están al rojo vivo. Por eso, esta ciudad es una de las capitales más románticas del mundo. Hay muchísimas razones para descubrirla, pero acá van algunas de las que seguro van a conquistarte.
Quebec es un pedacito de Europa de este lado del Atlántico con la magia de ser la única ciudad amurallada que existe en el hemisferio norte, por lo que fue declarada patrimonio mundial por la Unesco en 1985. Su paisaje es un patchwork de calles adoquinadas, panaderías humeantes, bibliotecas increíbles adonde sumergirse cuando hace frío y restaurantes de autor montados en rincones de ensueño.
La ciudad alta de Quebec, la amurallada, está organizada en torno al espectacular Le Château Frontenac, que custodia la ciudad desde 1925. Lo mejor es que, si alguna vez soñaste con dormir como una princesa, este castillo fue convertido en hotel –hoy lo maneja la cadena Fairmont– y tiene 611 habitaciones para que elijas. A sus pies, la inmensa Terrasse Dufferin es un escenario que convoca a músicos, retratistas y vendedores de globos de helio con espectaculares vistas del río St. Lawrence de fondo. En invierno, su curso te atrapa con el desfile de bloques de hielo que fluyen arrastrados por la corriente. No te pierdas viajar en el funicular que conecta la parte alta con la Basse-Ville, la zona que está más cerca del río. Cuentan que en la estación fría se arma una rampa de hielo para deslizarse con patines o trineos desde el castillo hasta la orilla del río, a más de 75 km por hora.
Abajo está el barrio ondero de Petit-Champlain, que parece un pedacito de Europa con muchos negocios de ropa, antigüedades y artesanías que comprarías hasta vaciar la billetera. Andá con tiempo, porque las calles son tan angostas que solo se las puede recorrer a pie, y en el camino perderte entre músicos que interpretan canciones de Édith Piaf con arpa y acordeón y carritos que venden helados.
Es ese en el que elegirías vivir si tuvieras que quedarte en Canadá. Es un pequeño rompecabezas que se arma con gente cool y ecofriendly, tiendas de diseño a las que te aferrarías como un pulpo, librerías de usados, supermercados orgánicos con góndolas repletas de delicias que hacen bien y un
museo dedicado al chocolate con vitrinas que guardan obras de arte hechas con esta delicia. En este barrio descubrí que, desde que bajó la cantidad de fieles católicos que van a misa los domingos, los edificios de las iglesias se reciclaron y, conservando su estética, ahora alojan desde escuelas de circo hasta salones de eventos y bibliotecas. No dejes de pasar por la
Bibliothèque Saint-Jean-Baptiste, en el 755 de la Rue Saint-Jean.
Todo es rico, sano y preparado con ingredientes de primera. En Quebec no hay restaurantes fast food y el plato rápido es la poutine. Es una comida de origen irlandés (el 40% de los habitantes de Quebec desciende del país del trébol) y es un puñado de papas fritas mezcladas con cubitos de queso y bañadas con una salsa caliente. Una parada obligada es
Le Marché du Vieux-Port, donde podés probar quesos artesanales y sidra de hielo, un vino dulce hecho con manzanas de la región. Las más dulceras tienen que hacerse una escapadita para visitar una auténtica cabane à sucre y conocer el proceso de elaboración del jarabe de maple.
Érablière du Lac-Beauport es la cabaña que abre todo el año y tiene un museo donde conocer las técnicas para elaborar el famoso maple syrup.
A tan solo 5 minutos en auto de la ciudad, podés sumergirte de lleno en la naturaleza, que en Quebec explota en paisajes que difícilmente puedas olvidar. La primera parada te propone sentir el rugido y la potencia de la cascada Montmorency –con 83 m, es 30 m más alta que las cataratas del Niágara–. Tiene
un teleférico que te lleva hasta lo más alto y te regala vistas increíbles de la masa de agua y de la ciudad.
Un poquito más adelante, podés cruzar en auto hasta la Île d’Orléans, una isla considerada el jardín de Quebec, donde crecen espárragos, frutillas y plantas de casis entre inmensas casas de veraneo de estilo inglés. Te damos un datazo: no te vayas de la isla sin probar la crema de casis de
Monna & Filles, un negocio familiar encantador.
La isla es un buen lugar para despedirse de la ciudad de Quebec y ver cómo el sol se oculta detrás del castillo mientras se encienden las lucecitas de esta ciudad mágica que parece una maqueta.
Si llegaste hasta Quebec y podés extender tu estadía, no dejes de visitar la ciudad vecina de Montreal, la segunda más poblada del país. Un planazo es alquilar un auto para recorrer el
Chemin du Roi (Camino de los Reyes). Son 250 km de una ruta espectacular que une las dos ciudades mientras avanza entre los pueblitos de la campiña quebequense, antiguos molinos y almacenes de ramos generales que venden antigüedades con las que llenarías un container. ¡Algunos la hacen en bici porque hay posaditas en el recorrido!
Acá la gente espera ansiosa el frío porque le encontró la vuelta a disfrutarlo. Se sale, sí o sí, aunque diluvien copos de nieve. Los parques se transforman en pistas donde practicar esquí de fondo y patinar sobre hielo. si hasta de enero a marzo, para sentirte Elsa en Frozen, hay un
hotel de hielo en el que podés alojarte. Si te dan chuchos de solo pensar en pasar ahí la noche (desde US$ 193), ¡animate a un trago en el ice bar en un vaso de hielo!
Desde Bs. As., hay vuelos con escala en Toronto. Aprovechá y quedate un día para subir a la CN Tower. Desde US$ 1500.
Chez Ashton. Es ideal para debutar con la poutine, un plato local. Abierto las 24 horas.
Chez Boulay. Para que descubras la riqueza de la cocina nórdica, deliciosa y nutritiva.
Si no te bancás el frío, la mejor época para viajar es el mes para viajar es julio: la temperatura promedio es de 19 °C.
Si querés aprovechar este viaje para conectarte con vos misma, podés alojarte en
Le Monastère des Augustines, un monasterio construido hace cuatro siglos que ofrece paquetes de bienestar, con comida orgánica y actividades como meditación, yoga y tai chi. Hay habitaciones desde US$ 55 con tres comidas incluidas.
Le Château Frontenac tiene el título de ser “el hotel más fotografiado del mundo” y fue escenario de la película Yo confieso, de Alfred Hitchcock, filmada en 1953.