CIUDAD DE QUEBEC, Canadá.- Su sonrisa se dibuja cuando la expresión del que pasa al lado lo incentiva y sus pasos imitan el andar de aquellos con quienes se cruza. Sin que se den cuenta, los distraídos -aunque los hay apurados- transeúntes cuentan con compañía. Más aún, con un insistente seguidor. ¡Al fin!, parece expresar con sus ojos. Ellos se dan por vencidos y se detienen para festejar el encuentro con un mimo.
Si uno se para a comprar una de las tantas remeras con insignias canadienses, o tan sólo a mirar una vidriera de las decenas de locales de souvenirs, o a señalar la hilera de faroles que se alinean en perspectiva y conversar sobre el estilo arquitectónico de los edificios de donde cuelgan, él se mete en la conversación sin pronunciar palabra y participa tan sólo como entendido del lugar.
Los mimos y zancudos que deambulan a la par de sus circuntanciales amigos por la histórica Petit-Champlain -entre otras callejuelas- y se prestan animados a fotografiarse una y mil veces son una muestra del movimiento cultural que protagonizan los artistas callejeros de la ciudad de Quebec.
Son los mismos que en el verano cambian de vestuario y, a tono con su pasado y con el escenario citadino, se remontan a la época medieval no sólo con trajes de época y música acorde, sino con cabalgatas, torneos y hasta arengas guerreras, inofensivas claro. Las Medievales, como se llaman esos festejos, suceden cuando tanto el sol como la nieve no perdonan.
Las fiestas populares, como El Festival Internacional de Verano de la Ciudad de Quebec, la máxima manifestación francófila de la zona, ocupan todo el calendario de julio.
Más que el escenario, las calles parecen ser las protagonistas. Todo sucede allí, en esta época. O aun en el crudo invierno, cuando la nieve no logra cubrir la belleza de su antigua arquitectura. De todos, el que se destaca es el Château Frontenac, que es para Quebec como la Torre Eiffel para París.
Este palacio europeo, al estilo de los castillos franceses del Loira, fue convertido en un hotel de lujo en 1893. Un salón de fiestas cuyos techos fueron pintados con pelo de cola de conejo, un palco para la orquesta que acompaña a los comensales, que saborean comidas preparadas en el momento, son sólo una muestra del lujo que puede apreciarse. La exquisita y añeja colección de vinos es una de las exquisiteces que ofrece y a las que se suma el salón en el que se reunieron Churchill y Roosevelt. Sitios por los que guías vestidas de época relatan cómo se construyó, el valor de su mobiliario, los huéspedes ilustres y el actual servicio.
Tan estrecha como antigua
Fue una repentina estrechez de ese río -pasa de 18 kilómetros de ancho, en el extremo este de la isla de Orleáns, a menos de un kilómetro frente al promontorio- lo que dio origen a la voz indígena Kebec, de la que derivó el nombre de la ciudad capital de la provincia homónima.
Su acervo arquitectónico fue reconocido por la Unesco, que la declaró Patrimonio de la Humanidad en 1985.
La edificación sobre un promontorio y los 4,5 kilómetros de murallas que la rodean, las cuatro imponentes puertas (San Luis, San Juan, Kent y Frescot) por las que se franqueaba la entrada, los 198 cañones de Cap-aux-Diamants, son un recuerdo de su pasado guerrero.
La parte antigua de la ciudad está dispuesta en dos niveles: la alta, donde está la cumbre Cap Diamant, y la baja, que se acurruca por debajo, frente al Puerto Viejo y el río San Lorenzo. La ciudad está comunicada por 28 escaleras, por las que conviene circular con precaución. El nombre de una de las más empinadas da una idea de lo que parece haberle ocurrido a muchos cuando caminaban, distraídos por el paisaje: Escalier Casse-Cou (escalera rompecuellos). No obstante, sus escalones de madera son bastante seguros.
Otra, menos alusiva y riesgosa, pero no menos atractiva, es el Paseo de los Gobernadores. Es una amplia escalera, que tiene miradores en su descenso por el acantilado, con la innamovible escolta del apacible -en ese tramo- río San Lorenzo. Otro conjunto de escaleras lo forman las Frontenac, que llevan a Dufferin Terrace.
Los edificios, que forman un apretado y abigarrado conjunto, con techos de distintas inclinaciones, contribuyen a dar a Quebec su carácter de vieja ciudad europea. La calle Saint-Paul exhibe techos de los más variados colores: rojo, ladrillo, azul, plateado, verde y negro.
La Plaza Real es uno de los barrios más antiguos del extremo norte de América, ya que sus calles y edificios tienen cuatros siglos de historia a cuestas. Los techos se pronuncian con una marcada pendiente y dan testimonio de la adaptación de los primeros europeos a los rigores del invierno.
En la calle Petit-Champlain, la del barrio comercial de más larga data de América del Norte, uno se siente pequeño y no precisamente por su estrechez, sino porque al levantar la mirada -como en muchas otras calles de Quebec- las altas y antiguas contrucciones se abrazan marcando las diferencias.
El centro comercial del boulevard Loire, un conjunto de locales agolpados en busca de clientes; la Wall Street, québècquois; Saint Pierre, que recuerda la época dorada entre 1800 y 1850, son algunas de las más significativas.
Pero, en realidad, todas las calles son un cúmulo de historia: DesJardines es un referente de los jardines jesuitas, recoletos y de las ursulinas, diversas órdenes religiosas que desarrollaron misiones en esta zona del San Lorenzo. No menos valor tienen los letreros de los comercios, restaurantes, cafés, albergues, con sus viejos diseños en bajo relieve de madera o trabajados en hierro forjado.
Al ritmo de la naturaleza
Es extraño, pero los cambios de estación son repentinos, desde la violencia de las aguas cuando deshiela el río y los gigantescos témpanos se estrellan contra los muelles hasta el florecer primaveral. En apenas una o dos semanas, el sol funde la nieve y comienza el trabajo de los osados desheladores de techos québècquois. Poco después eclosionan los brotes de olmos, arces, robles y fresnos, y en tanto el sol calienta el suelo, el follaje verde claro que tapiza la ciudad cobra fuerza.
Es en ese momento cuando comienza la ceremonia de lanzamiento de la estación de las terrazas. Se inicia en el elegante boulevard Grand Allée y sigue en cuanta calle y callejuela se asientan cafés y restaurantes. Entonces, las veredas se visten con mesas y casi desesperadamente se pueblan de lugareños y turistas que se entremezclan para disfrutar del aire primaveral. En la rue Saint-Jean, la casa Serge Bruyére -una de las más antiguas de la ciudad- es un lugar obligado, aunque hay muchos rincones que merecen ser visitados.
El sitio en donde ingleses y franceses dirimieron el control de Quebec son los Llanos de Abraham. Varios rincones de este parque conmemoran la batalla que selló, en sólo 20 minutos, el destino de la entonces Nueva Francia. Placas, monumentos y piezas de artillería aún hacen historia, pero en gran parte sus arboledas, jardines y hasta mesas de picnic invitan al sosiego para disfrutar de logradas vistas panorámicas del río San Lorenzo.
Verlo desde lo alto del promontorio de Cap-aux-Diamants se suma a la posibilidad de hacer de los muelles y dársenas del Puerto Viejo una playa
Para los que prefieren actividades más movidas, además de la caza (controlada) y la pesca, se pueden practicar canotaje en el río y los lagos, descenso en kayak por los rápidos del San Lorenzo, ciclismo en la montaña, escalada y parapente y, a lo largo del estero de Beauport, navegación de vela. Una buena opción son los pasesos en crucero (15 dólares) durante dos horas.
La catarata, como gustan llamarla, es decir, la cascada de Montmorency, de 83 metros -esto es 33,5 metros más que las del Niágara-, o una recorrida por la rural isla de Orleáns, donde se puede comer y practicar deportes náuticos, son otras alternativas posibles.
Delia Alicia Piña
Datos utiles
Cómo desplazarse
La forma más práctica y rápida de atravesar el país es en avión, aun para recorrer las cuatro principales ciudades del Este.
En Toronto y Montreal, lo mejor es manejarse en subte. El precio de la ficha es de 1,40 dólar y cada diez se reduce a 1,15 dólares.
El ómnibus es otra buena opción. Para viajar en el tranvía de Toronto, hay pases diarios (4,60 dólares) y semanales (8,60 dólares).
Otra alternativa son los ómnibus turísticos que, mediante un boleto diario de 25 dólares promedio, recorren la ciudad con la posibilidad de subir y bajar en el lugar deseado cuantas veces se desee.
Aunque parezca extraño, el mejor transfer desde el aeropuerto al centro de Toronto -y otras ciudades- es una limousine, que sale más barata que un taxi, al costar alrededor de 25 a 30 dólares. En Toronto, la bajada de bandera de un taxi cuesta 1,80 dólar y al viaje se adiciona una propina de entre 10 y 15 por ciento.
En Montreal, un taxi desde el centro hasta el casino, por ejemplo, cuesta 3,90 dólares aproximadamente.
Un taxi del aeropuerto a la ciudad de Quebec cuesta 14,30 dólares. Esta ciudad está hecha para caminar, aunque para trasladarse de la parte alta a la baja conviene manejarse en ómnibus, con un boleto único de 1,40 dólares, válido por tres horas en las que se puede subir y bajar.
Souvenirs
Un frasco de miel de maple cuesta 1,40 dólar; una caja de galletitas con forma de hoja de arce rellena de maple varía entre 2 y 4 dólares. Una remera, que las hay a cada paso con insignias, banderas y símbolos canadienses, cuesta entre 18 y 22 dólares, según tamaños y bordados; algunas llegan a costar cerca de 30.
Dónde comer
Como en la mayoría de las ciudades, Toronto alberga diversas etnias que hacen gala de su gastronomía en los barrios.
Una comida para dos personas en el barrio griego cuesta entre 11 y 18 dólares; en los bares del centro, típicos fast food de Yonge Street, se puede comer por 3 a 5 dólares. Si se prefiere un almuerzo en algunos de los restaurantes de Bloor Street, en el barrio de Yorkville, el precio se eleva a 15 y 22 dólares; y en la Pequeña Italia, en St. Clair Avenue, cuesta de 18 a 20 dólares. Lo que encarece una comida es el elevado costo del vino.
El sitio ideal para almorzar en Otawa es el mercado Byward. Frente a un sinfín de coloridos tulipanes, rodeado de artistas callejeros y puestos de fruta y otros artículos. Hay varias bakeries (donde también se come), sea foods y restaurantes étnicos en los que se puede almorzar por un promedio de 10 dólares. De noche, la opción es Sparks Street y sus inmediaciones. Allí una comida rápida por persona vale entre 8 y 10 dólares, pero hay que tener en cuenta que las cocinas cierran a las 23, entonces conviene salir a cenar como máximo una hora y media antes del cierre.
En las callejuelas de Quebec, las mesas se ubican en la vereda. Una de las casas más antiguas es Serge Bruyère, muy cara porque sirve dos entradas, ocho platos cocinados por el premiado chef Jean Claude Crouzet, acompañados con ocho vinos diferentes. El precio va de 43 a 72 dólares.
La Goéliche, que recuerda al pequeño barco que desde Quebec llevaba burgueses a la isla de Orleáns (donde está este hotel-restaurante) sirve carne de buey ahumada con miel de maple y comer allí cuesta entre 14 y 22 dólares