Estuve en Roma varias veces durante todo el año. Pero esta vez, ver la Ciudad Eterna ataviada para las fiestas navideñas me causó una impresión que jamás olvidaré. Las fachadas de los hoteles, las casas y las calles todas ornamentadas en tonos dorados, plateados, con los infaltables rojos y verdes de la Navidad. Pero lo que más me llamó la atención fue la fascinante llegada del Año Nuevo, Capodanno, en la parte más antigua de la ciudad.
Considerando que en esos días hace mucho frío, nunca pensé que los habitantes de Roma, propios y ajenos, pudieran invadir las calles de manera masiva.
¿Cómo decirlo para verdaderamente transmitirlo? Ríos de gente aquí y allá, toda abrigadísima. Madres con sus niños en los cochecitos, grupos de amigos, parejas, familias enteras, todos en la Via dei Fori Imperiali, en el corazón mismo de la ciudad, muy cerca de donde Mussolini daba sus histriónicos discursos.
Todos esperando el año que estaba a punto de llegar, iluminados por los fantásticos fuegos artificiales, infinitamente coloridos que organiza la municipalidad local. La mayoría tenía botellas de vino espumante para manifestar los deseos de 2008. El clima era de expectación, pero sobre todo reinaba una gran alegría.
La fuerza de lo cultural le ganaba la batalla a la crudeza del frío; todos seguían allí, sin moverse. Las ganas de un año mejor en cada uno se convertían en un mismo deseo para todos. A las 24, los tapones de los espumantes saltaron por el aire e hicieron un ruido placentero. La adrenalina, de la mano de la esperanza, se metía por todos los rincones. Y, finalmente, a brindar, con el que está al lado, con el que está atrás, con quien sea. ¡Benvenuto 2008!
Este comienzo de año tan particular me hizo pensar en el verdadero sentido de la vida.
Este comienzo de año tan particular me hizo pensar en el verdadero sentido de la vida.