A veces, cuando no se conoce un lugar, no se llega a entender el verdadero significado de su adjetivación. Como en este caso: Salta la Linda. Conocer esta tierra norteña me dio felicidad. Desde su capital, con su afamada arquitectura colonial, hasta sus cerros coloridos como el arco iris. Llegar a Cafayate. Y su gente, amable y dispuesta.
Todo comenzó en la ciudad de Salta, con un paseo al cerro San Bernardo, a 1454 m sobre el nivel del mar. Se asciende por telesférico. Hay un parador, desde donde se puede ver el atardecer sobre los cerros. La ciudad, fundada en 1582 por don Hernando de Lerma, es sencillamente encantadora. Entre las construcciones coloniales más destacadas están la catedral, el Cabildo, el Convento de San Bernardo y la iglesia de San Francisco. La catedral aloja caros símbolos de la religiosidad salteña: la Virgen Coronada de las Lágrimas y el Señor de los Milagros. Cada 15 de septiembre, multitudinarias procesiones rinden culto a ambos. El día en que visité la catedral presencié un saludo que me paralizó. Un campesino que se encontraba de rodillas frente al Señor de los Milagros de repente se alzó, metió una mano en el bolsillo y sacó un pañuelo celeste que agitó, saludando de manera amistosa al Cristo.
En Cafayate fuimos guiados por Martín, un joven salteño que intercalaba conocimientos locales con chistes. Miramos y admiramos formas y colores por doquier. Visitamos dos bodegas, una de ellas con sistema artesanal. La cuota gastronómica tiene su presencia fuerte en sus típicas empanadasde carne cortada a cuchillo, tamales, las sabrosas humitas y también el infaltable locro.
Para traerme a Salta metida en el corazón compré una artesanía preciosa: una mariposa de alpaca trabajada a la vieja usanza, típica artesanía salteña.