Por razones laborales tuve que viajar a San Pablo. Las referencias previas sobre esta urbe eran contrapuestas. Por un lado, una ciudad impresionante, tanto desde lo industrial como lo edilicio y artístico, en relación con la variedad y cantidad de exposiciones y galerías de arte. Pero otros me hablaban de una ciudad gris, caótica, en resumen, poco recomendable para visitar.
Cuando tuve la oportunidad de ver San Pablo con mis propios ojos entendí que sus habitantes son muy brasileños, sin dejar de ser cosmopolitas. Entre las urgencias de una gran urbe es posible encontrar, si uno sabe buscar, el momento para saborear un buen plato o disfrutar simplemente de ese ratito libre que queda en la agenda.
Comí un pastel espectacular en una feria que se hace los jueves, frente al estadio Pacaembú. De este tipo de ferias hay muchísimas; se come bien y a buen precio. También los panes son una especialidad. Un dato importante es que muchas panaderías están abiertas las 24 horas. La pizza, siguiendo con la gastronomía, es otra de las protagonistas. Se vende más de un millón por día. Se dice que los italianos hicieron famosa a la pizza en el mundo, pero los paulistanos la refinaron. En el Mercado Municipal, a su vez, se pueden comer famosos sándwiches de mortadela.
Es imperdible una de las calles más elegantes del mundo: Oscar Freire, en Jardins. En la ciudad hay también una gran presencia japonesa. Su barrio más emblemático es Liberdade, con faros y postes en el idioma original.
La noche samba en Vila Madalena. Se puede ir de día, pero a la noche es especial. Ferias de antigüedades, bares, ateliers. Para decirlo en una palabra: la bohemia unida a la magia de la noche.
Después de estar en San Pablo, de haberla vivido, creo que el gris del cual alguien me habló para describirla es el único color que no tiene cabida. Fue una experiencia muy placentera.