C olombo, Sri Lanka (World´s Fare).- Un ómnibus en el ajetreado puerto de la ciudad de Colombo, la antigua capital marítima de Sri Lanka, conduce a una tríada de tesoros nacionales que se encuentra junto a la ruta que conduce a Kandy, la capital medieval de los reyes de Ceilán, en pleno corazón de la isla.
Los 116 kilómetros por recorrer son totalmente distintos a las excursiones habituales. En lugar de visitar castillos, museos y monumentos antiguos, la meta es detenerse en el orfanato de elefantes administrado por el gobierno en Pinawella, pasear por los Jardines Botánicos Reales de Peradeniya -que cuenta con la colección de orquídeas más grande de toda Asia- y, finalmente, visitar el Templo del Diente Sagrado de Buda (Dalada Maligawa) en Kandy, que atesora las reliquias más sagradas del país.
En el camino se ve la razón de por qué Sri Lanka -que significa isla bendita- ha generado innumerables nombres líricos a lo largo de su historia, comenzando por los primeros viajeros chinos que la denominaron La tierra sin dolor . En la India, por ejemplo, se la conoce como Lanka, La resplandeciente . Por su geografía, este país, conocido antiguamente como Ceilán, ha sido descripto como El pendiente de India . Resulta sencillo deducir el motivo, puesto que la isla yace prácticamente en el centro del océano Indico, en la punta meridional del continente.
De película
Su singular esplendor (y, desde luego, el interés económico) atrajo a moros, indios, portugueses, holandeses, malayos y británicos. Compañías cinematográficas de Hollywood utilizaron su exuberante vegetación como marco para la película El puente sobre el río Kwai y la avenida de las palmeras reales en los Jardines Botánicos para El camino del elefante , que muestra a una Elizabeth Taylor jovencita. Incluso Tarzán e Indiana Jones pasaron por la historia del cine con el fondo de esta isla esmeralda.
La belleza y el encanto de Sri Lanka no se revelan inmediatamente, a poco de salir de Colombo, pese a la interesante amalgama de edificios antiguos y modernos que ofrece la ciudad. La línea del horizonte flanqueada por modernos edificios en torre, especialmente en el centro comercial, forma un agradable contraste con el encanto del Ayuntamiento -de estilo colonial británico-, el trabajo en ladrillos blancos y rojos de la mezquita Jami-Ul-Alfar, la imponente iglesia holandesa Wolfendah -con su maciza estructura cruciforme- y el templo budista de Kelaniya, notable por sus frescos y pinturas históricos.
Se atraviesan ferias y tiendas muy concurridas, pasamos frente al Faro del Reloj, que data de 1837 -quizás el único del mundo emplazado en el centro de una ciudad-, se pueden visitar museos donde se exhiben frescos con motivos religiosos, máscaras demoníacas y lujos reales como los tronos del león, pertenecientes a los antiguos reyes de Sri Lanka. Se ven joyerías donde se exhiben gemas por las que Sri Lanka es precisamente famosa; zafiros notablemente azules, como el conocido Estrella de la India, que se exhibe ahora en el Museo de Ciencias Naturales de Nueva York, y el Zafiro Azul, de 466 quilates, que desapareció y terminó en manos de un coleccionista norteamericano.
Colombo parece una ciudad moderna, pero algunos lugares nos toman completamente por sorpresa. Los pasajeros se sientan de a dos en pequeños vehículos con sólo tres ruedas llamados tuk tucks y observan a su alrededor con gran parsimonia, mientras los conducen por medio de una maraña de automóviles, bicicletas, vehículos a tracción a sangre y miniómnibus.
Carros tirados por búfalos avanzaban pesadamente frente a vendedores que ofrecían jugo dulce de coco. Los encantadores de serpientes se alineaban frente a los templos, abrían sus enormes canastos para revelar a las cobras adormecidas que perezosamente volvían a la vida.
En cuanto salimos de los confines de la ciudad, los encantos seductores del paisaje rural se desplegaban uno tras otro. Era imposible evitar sucumbir a este esplendor tropical. Fincas con plantaciones de bananos y cocoteros poblaban una ancha franja de la costa; enormes extensiones de arrozales cubrían la campiña, mientras que las plantaciones de caucho se ceñían a los pies de los montes.
El caucho líquido brotaba de la corteza y caía en especies de resumideros que pendían del tronco de los árboles. Fragantes canelos y pimientos trepaban las laderas de las montañas. Arriba, hectáreas de arbustos de té se extienden más allá de lo que la vista permite ver. Los recolectores de té, en su mayoría mujeres vestidas con saris de colores brillantes, comenzaban el proceso; más tarde, otros secarían las hojas, las compactarían y distribuirían.
Los occidentales estamos acostumbrados a escenas bucólicas con vacas, caballos y ovejas que pastan a campo abierto. Pero aquí uno queda deslumbrado ante el búfalo de la India, de amplias astas curvas, que araba metódicamente los campos sembrados de arrozales. De tanto en tanto se cruzaba un elefante en el camino para quitar la maleza con la trompa.
Hacia las alturas
El medio de transporte es el ómnibus. Del agobiante calor húmedo de Colombo, este vehículo remonta el angosto camino que lleva a alturas más frescas. Atraviesa pequeñas aldeas y localidades que se destacan por sus deliciosas nueces de cajú, piñas, y sus esterillas y canastos de caña. Al parecer no existen aquí leyes de planeamiento urbano: los aserraderos están rodeados de imponentes mansiones y, en torno de estas majestuosas construcciones, conviven las cabañas más humildes.
Entre hombres vestidos con el típico sarong, mujeres envueltas en saris de seda y niños de uniforme escolar, se observa una gran presencia -más de lo habitual- de soldados armados que controlaban las rutas de Colombo a Kandy.
Desde hace aproximadamente doce años, los integrantes más extremos de los tamiles (oriundos del sur de la India) han causado grandes confrontaciones en busca de un Estado independiente al norte y este de Sri Lanka donde se asentó la mayoría; sus demandas diezman el país con disturbios, huelgas, asesinatos y atentados.
Cuestión de tamaño
La presencia militar inquieta y, al mismo tiempo, brinda seguridad; pronto, la atención vuelve sobre el guía que habla del próximo destino: el Orfanato de Elefantes de Pinawella, creado en 1975 con el auspicio de la Secretaría de Recursos Naturales. Aquí se ocupan del cuidado de los elefantes heridos y huérfanos, los rescatan, los cobijan en este parque, los entrenan hasta que se convierten en adultos y luego los venden a las industrias madereras o los donan a los templos para las procesiones religiosas.
Los elefantes más jóvenes beben copiosos biberones de leche por día; los más adultos se devoran una palmera o dos y consumen toneladas de hojas. Para aquellos norteamericanos muy conscientes de la dieta, las estadísticas revelan que los elefantes pasan tres cuartos de su vida comiendo.
A pocos minutos de Kegalle hay un claro y naturalmente sale un sendero de 3,50 metros de ancho, bordeado de puestos de artesanías y recuerdos. Exhiben batiks, sorprendentes máscaras demoníacas, cestos de caña, chalinas y saris de seda, esterillados, objetos laqueados, adornos con cáscaras de coco, cajas de madera de nogal y una gran profusión de elefantes tallados de todos los tamaños y materiales habidos y por haber. Mientras tanto, se impone el camino rumbo al río, con la incertidumbre de no saber qué depara el destino.
Aunque los guías explican muy bien la diferencia entre los elefantes de Asia y los de Africa: las orejas de los asiáticos son más pequeñas, el lomo es más redondeado, la cabeza tiene protuberancias y la trompa es lisa y termina en punta, hay que prepararse porque su presencia intimida.
De pronto se oye un leve temblor y, para los oídos desacostumbrados de un grupo de foráneos, es una voz de alerta que indica que no había demasiado tiempo para refugiarse y adoptar la posición correcta ante la inminencia de un terremoto; pero suele no ser el caso. Enseguida se oyen gritos y el retumbar de pasos que se acercaban. Al dar la vuelta, una manada de alrededor de cuarenta paquidermos avanza hacia nosotros levantando una enorme nube de polvo. Detrás de ellos, un par de naires los dirigen hacia su meta: el río. Confieso que no alcanzan los pies para disparar.
Lucy Barajikian
(Traducción de Andrea Arko)
(Traducción de Andrea Arko)
Un feliz orfanato
U na escena como las que aparecen en los documentales sobre la vida silvestre. Ahí el tamaño se impone: enormes orejas colgantes del tamaño de las puertas de un garaje, patas como columnas, el cuerpo de las dimensiones de un dirigible y ese sonido plop plop como un lluvia intermitente de sandías.
Pero la escena más enternecedora fue la del pequeño elefante -bueno, en relación con los demás, puesto que pesaba alrededor de una tonelada- de tres meses, el más joven del orfanato, que arremetió hacia el río y al llegar a la orilla no sabía qué hacer después. Finalmente, se metió en el agua y se detuvo en el medio de la corriente esperando que se lo lavara y cepillara, mientras los demás disfrutaban del agua fresca, usando sus trompas como verdaderas duchas.
Ahí aprendimos que las abluciones en el río no eran sólo un espectáculo para los visitantes ansiosos por disparar sus cámaras, sino que son esenciales para la salud del elefante. El agua no sólo los desparasita, sino que también los protege del intenso calor del lugar.
Si bien el episodio del orfanato fue toda una aventura, el paseo en ómnibus también. Al retomar nuestra ruta, un camino zigzagueante, cuesta arriba, el chofer estaba con la mano apoyada sobre la bocina.
Este tramo espeluznante, que podía hacerle perder la paciencia a cualquiera, no parecía molestar al aluvión de peatones, vehículos, bicicletas y animales que subía y bajaba la montaña, y que cada vez que el chofer tocaba bocina se abría de muy buen modo para darnos paso; evidentemente, el nivel de tolerancia de la población de Sri Lanka es sorprendente.