No sé por dónde empezar. Son muchas las sensaciones encontradas. Como mero ejemplo de la dificultad burocrática, política y monetaria que significó entrar al Tíbet se sumó la dificultad física, ya que apenas cruzamos la frontera con Nepal, las rutas estaban completamente bloqueadas por la nieve. Así acordamos ingresar al primer pueblo del Tíbet caminando…, cuatro horas de caminata sobre la nieve, entre los picos de los Himalayas: una de las cosas más lindas que hice en la vida.
Tíbet, tierra de mitos, leyendas, encantos, pero que realmente dista mucho de ser ese paraíso mágico del imaginario colectivo de todo occidental. Creo que el Tíbet se mantuvo como un lugar único en el mundo por su aislamiento geográfico, que lo llevó a permanecer detenido en el tiempo, ya que además de ser la meseta más alta del mundo estuvo siempre en medio de los Himalayas, que le permitía estar alejado de todo (a excepción de China.). A eso se suma un Estado mayoritariamente budista, que predica la tolerancia y el pacifismo.
Un día en que me levanté muy temprano pude ver cómo, aun antes de que se sintieran los primeros rayos de sol, había gente en las calles con su famosa rueda de rezo, acostándose en el suelo, dando vueltas a su circuito de peregrinaje (koras). A eso se suma uno de los más lindos paisajes sobre la faz de la Tierra, montañas cubiertas de nieve, llanuras desérticas con distintos tonos de marrones, ríos y lagos turquesa combinados con las antiguas construcciones de los monasterios y templos, con millones de esculturas de budas enoro, plata e incrustaciones de piedras preciosas.
Pero donde pudo, el gobierno chino construyó inmensas avenidas (en un lugar en el que el transporte más común es la mula, el caballo o la bicicleta, o sea, las avenidas están prácticamente vacías), edificios ultramodernos, puentes y un vasto sistema de rutas, caminos y el tren que une Lhasa con Pekín, de modo tal que el Tíbet perdió su característica distintiva, que consistía en su capacidad de permanecer aislada del resto del mundo.