Todos los caminos...

Por Matías Verna

9 de marzo de 2008

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CEJAS Y PESTAÑAS

Tras 22 horas de viaje desde París en bus llegamos a Roma. Nos instalamos en una pequeña habitación cerca de la Terminal por 80 euros la noche. Disparados por el impulso y sin preguntarnos hacia dónde, el instinto y la pasión nos llevaron a la Fontana di Trevi. Caminamos por calles de piedra mirando la arquitectura de los museos, los palacios y los edificios, sintiendo desde lejos el susurro del agua caer, creyendo que Neptuno se desprendería con sus caballos marinos, abriendo los ojos a más no poder, queriendo mirar más. Reemplazamos las monedas por los anillos de nuestros anulares y pedimos más amor.

San Pedro nos esperaba. El Vaticano es tan pequeño que emana inmensidad. Fieles por todas partes, vendedores a cada paso, flashes potentes y no tanto buscando el recuerdo. Abundan los puestos callejeros de ropa, frutas, recuerdos de viaje y comidas al paso. Una pizza a mitad de camino, unas pastas abundantes en la vereda de un bar y las ganas de seguir.

Tomamos el metro rojo y llegamos al Coliseo. Su arquitectura es sumamente elegante conservando los disparos de las bombas y el olor de la historia en sus muros. Aunque el edificio en su parte exterior es una maravilla, son los niveles del subsuelo los que han cautivado a miles de estudiosos.

Las plazas de Roma o piazzas dan color y vida a la ciudad. La de España y su famosa escalinata que preside el ascenso a la iglesia de la Trinidad del Monte y a la estatua del papa Alessandro VII de Roma es una de esas ciudades de paisaje urbano inconfundible, donde la naturaleza está formada por las mejores creaciones de los arquitectos de todas las épocas. Dan ganas de perderse en ella, de sentir el refugio de sus muros, de comprender por qué todos los caminos quieren ir hacia allá.

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