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Tributo al sol en Jericoacoara




En Jijoca dejamos atrás el pavimento para ingresar en el Parque Nacional de Jericoacoara, en Brasil. Demás está decir que después de algunos zigzagueos por un angosto camino de arena, entramos nuevamente a las dunas, que se tornaban de blanco a blanquísimo.
Un poco más de camino y llegamos a este paraíso ecológico protegido, de calles sin pavimento ni alumbrado público, donde sólo entran los vehículos autorizados. Cambiamos la 4x4 por un Buggy. Salimos por la faja de playa que queda libre entre las dunas y el mar en busca de la lagoa de Tatajuba, pero antes llegamos al rio Guriú, donde embarcamos en una pequeña jangada para buscar los caballitos de mar que vienen a procrear entre el manguezal. ¡Existen! Los vimos.
Luego subimos el Buggy a una balsa individual, movida a fuerza de pértigas, para cruzar el río; nuevamente entre las dunas descubrimos los restos de la parte superior de edificios de lo que alguna vez fue un poblado antes de ser devorado por la arena. Más allá, la duna Encantada que, según dicen, guarda entre sus entrañas un barco encallado. Fuimos ascendiendo una enorme montaña de arena. En la cima, más Buggys y una depresión casi vertical de aproximadamente 50 metros, donde los fanáticos del sandboard se sienten en su elemento. El viaje continuó hasta la Lagoa da Torta. Ahí hay que cruzar en una balsa de vela para llegar a la isla que está en el centro y poder tumbarse en una hamaca a ras del agua. Terminó el descanso y por fin llegamos a la transparente y dulce Lagoa de Tatajuba. Para todos los gustos: una tirolesa te deposita en el agua; windsurf, kitesurf; un buen almuerzo con pexe grilhado.
Hay que volver antes de que suba la marea, pero antes atravesamos un bosque espectral de grises ramas mortecinas moteadas de ocre que resaltaban contra un fondo de mar azul.
Otro día y otro Buggy. Era el turno de las lagunas Azul y Paraíso. Para llegar bordeamos el mar por una playa donde vienen a desovar las tortugas (en esa época el paso de vehículos está prohibido) y no es raro ver algún enorme caparazón abandonado. Seguimos el viaje y al poco tiempo divisamos la enorme masa de agua de un azul intenso, que es el que da nombre a la laguna, interconectada con la Paraíso, más grande y con la particularidad de que el azul está festoneado con un verde intenso. Aquí también, hamacas, tirolesa, kitesurf. Era domingo y los locales venían de picnic, asomaba una guitarra, un poco de cachaça, otro de cerveza , algún elemento de percusión y todo se transformaba en una fiesta brasileña a puro canto.
Volvimos a Jeri a tiempo para subir a un charret, que no es otra cosa que un carro de dos ruedas tirado por un caballo remolón. Subimos una cuesta tapizada de vegetación rala, como un paisaje irlandés. El final del camino era un acantilado que da al mar, desde donde una enorme formación rocosa, con una perforación en el centro, se interna en el agua: la Pedra Furada. El sol, al ponerse, es un disco rojo atrapado en la piedra.
En otro lugar de Jeri, a la misma hora, y desde diversos sitios los peregrinos van ascendiendo la duna para concentrarse en la cima; en pocos instantes comienza el ancestral espectáculo del sol cayendo en el mar, envuelto en un naranja dorado destellante. Después del último rayo la multitud aplaude.
Claudio Smulevich

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por Redacción OHLALÁ!


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