Como emergente de un cuento de hadas, Viena surgió ante nosotros glamorosamente seductora, festiva, desbordante de encanto y distinción.
Nos cautivó su centro histórico, el intrincado desnivel de sus callejuelas medievales, la refinada silueta de la urbe moderna... Disfrutar de su impecable limpieza y respirar el aire puro rodeados de tanta belleza nos incitaba, a mi hermano y a mí, a caminarla incansablemente.
Valió la pena recorrer su avenida más suntuosa, Ringstrasse o Ronda, flanqueada por edificios de los más diversos estilos y por comercios de elegancia polvorienta, que aún conservan orgullosos la inscripción: Proveedor de la Corte. Envuelve el centro urbano y va a parar por dos sitios al Canal del Danubio.
Visitamos emocionados la emblemática catedral de San Esteban, milagro afiligranado apodada Steffi por los vieneses. Admiramos fachadas de portentosas iglesias y de venerables teatros. La majestuosidad de la Opera estatal nos remontó a épocas de acordes gloriosos y de vaporosos vestidos imperiales.
Nos deslumbró el complejo cultural integrado por más de veinte museos, así como los relucientes palacios, entre ellos el Hofbourg, el Belvedere y el Schönbrunn, que albergan en sus propios museos toda la historia y el esplendor de la ciudad imperial.
Haciendo gala de su título de metrópoli musical, Viena gratificó nuestros sentidos con la alternancia de ritmos de la alta cultura tradicional y los de la nueva generación. Bailes interpretados por distintas colectividades. Solos de violín. Atractivas canciones de niños y adultos. Viviendas de célebres músicos convertidas en museos. En el Parque Municipal, Johan Strauss hijo, inmortalizado en piedra recubierta de pan de oro, toca valses con su violín. Pero esa atmósfera musical se respira también en las fastuosas estatuas vivientes, en instrumentos y partituras decorativas... Y hasta se saborea en los bombones, recubiertos de retratos alusivos.
Otra institución vienesa es la del café, oasis que se despliegan por doquier en la ciudad. Con la mayoría de mesas fuera del local, uno vecino al otro, las sombrillas aparecen y se alejan en perspectiva. Entremezclan la fragancia de sus primorosas flores con el aroma de sus cafés de indiscutible excelencia, que deleitan a vieneses y turistas, acompañados de un strudel de manzanas, de una torta sacher de chocolate y de otras delicias.
Su refinamiento sin par. La cordialidad poco conocida de sus habitantes. La omnipresente estirpe musical. El logrado ensemble entre su ilustre casco histórico, la ciudad futurista y los pintorescos barrios de coloridas artesanías. Pero sobre todo, la impronta que la engalana siempre, aun fuera del centro y a pesar de que su resplandor se adormece, la convierten en una ciudad de ensueño.