
Celibato voluntario: las razones de Rosalía para tomar una “pausa sexual"
Rosalía sorprendió al declararse célibe y hablar de su “pausa sexual”. Su decisión se vuelve parte de un fenómeno creciente: jóvenes que reducen su actividad sexual, replantean el deseo y buscan formas de frenar el ritmo acelerado de la vida moderna.
15 de noviembre de 2025

Rosalía, y su disco Lux. - Créditos: Archivo LN
En el último tiempo, distintas figuras públicas anunciaron su retiro del sexo —que en muchos casos solo fue una pausa— y despertaron asombro y críticas; pero pocas veces ese gesto tuvo el peso simbólico que recibió Rosalía hace pocos días, tras declararse célibe en el marco de su nuevo disco, LUX, cuya tapa la muestra con un hábito blanco y un velo que remiten al imaginario monacal, los brazos atrapados bajo la tela como si la propia ropa la obligara a inmovilizarse.
En entrevistas recientes cuenta sobre esta nueva etapa en la que observa los deseos que la sociedad contemporánea no está pudiendo satisfacer. Habla de vacío, de saturación y de la necesidad de poner un límite al ruido. Se define volcel, célibe voluntaria, y desliza una admiración por la vida retirada de las monjas, como si allí encontrara una posible promesa de orden o de calma que la vida moderna parece incapaz de ofrecer. Para algunos es un capricho estético, una provocación aislada; para otros, es parte de un clima más amplio donde la necesidad de retirarse del mundo, para algunas personas, se convirtió en la única forma de seguir habitándolo.
En Argentina, en las últimas tres décadas, según estudios publicados los encuentros sexuales entre jóvenes se redujeron a la mitad. No es fácil interpretar qué significa: podría leerse como agotamiento frente a la precariedad económica, la ansiedad ambiental, la saturación digital, el rendimiento permanente; o como un repliegue para proteger algo del deseo que no encuentra tiempo ni espacio. Incluso, como un síntoma de que lo sexual dejó de ser el centro organizador de la intimidad, lugar que ocupó durante siglos. No necesariamente es desinterés o conservadurismo: podría responder a un desequilibrio entre la energía que exige la época y la energía disponible que las personas tienen.
También cambia la textura del deseo: las apps lo organizan en compatibilidades, listas, filtros; las redes lo convierten en contenido; el scroll lo vuelve infinita repetición. La novedad, que antes encendía el erotismo, ahora perdió efecto y se percibe como algo más de lo mismo. El encuentro deja de cargar expectativa y pasa a convertirse en trámite. En ese paisaje aparece la pausa sexual, como un espacio de búsqueda de un nuevo modo de volver a sentir. Y ahí se vuelve inevitable la pregunta: ¿qué significa retirarse del deseo en un mundo que nos pide permanentemente que lo mostremos? ¿Puede un silencio así ser un gesto de soberanía más que de apatía?
Algo parecido ocurre con los vínculos heterosexuales. El heteropesimismo, ese desencanto creciente con la pareja heterosexual como forma dominante de organizar la vida íntima, no surge de una falta de ganas de amar, sino de la experiencia tangible de que los guiones heredados ya no encajan con las vidas actuales.
Para muchas mujeres, formar pareja sigue implicando una redistribución desigual del tiempo, de la energía y de los cuidados, y en una época donde el “yo” se construye en torno a la autonomía económica y la realización profesional, esas asimetrías pesan más que antes. Para muchos varones, en cambio, la pareja dejó de ofrecer la centralidad y el reconocimiento que las versiones tradicionales de masculinidad les prometían. Ese corrimiento de lugar —sin un nuevo guion que lo reemplace— produce incomodidad, desconcierto e incluso una sensación de pérdida. En esa fricción, el amor monogámico entre varones y mujeres aparece tensionado entre expectativas que se desmoronan y formas nuevas que todavía no logran estabilizarse. No es que la pareja se vuelva imposible, pero sí es menos evidente, y hasta menos deseable para las generaciones jóvenes, que ya hablan con naturalidad del “cringe” que les provoca la idea misma de “tener pareja”. Como si el guion, efectivamente, se hubiera borroneado.
La fragilidad del lazo social se filtra por todos lados: amistades que se alejan, familias que funcionan al borde, comunidades que no logran sostener cercanía en medio de un ritmo que pide productividad constante. Vivimos rodeados de pantallas que prometen conexión, aunque su efecto más frecuente sea la dispersión. La sensación de vivir en un mundo inhabitado por los demás —y, a veces, por uno mismo— nos empuja hacia diversas formas de retirada que, vistas de lejos, pueden parecer muy distintas, pero que en realidad comparten una misma sensación: que estar disponible todo el tiempo desgasta más de lo que une.
Un ejemplo son las tradwives, quienes idealizan la domesticidad, la obediencia delicada y a la mujer que no compite, sino que se entrega al hogar. Para algunas espectadoras funciona como un refugio imaginario frente al caos moderno; para otras, como un síntoma de nostalgia reaccionaria. Lo que resulta difícil negar es que dialogan, en su propia clave, con la misma angustia que recorre al volcel: ese deseo de freno y orden, de guion claro, de una vida que no exija improvisación permanente. ¿Qué une a estos gestos que, en apariencia, avanzan en direcciones opuestas? Tal vez la sospecha compartida de que el mundo actual pide más de lo que cualquier cuerpo puede sostener.
En ese territorio vuelve también la figura de la monja, no tanto por religiosidad, sino por lo que ella condensa: silencio, rutina, interioridad, cierta regularidad (algo que hoy es casi un lujo). Después de la pandemia proliferaron libros, películas y ensayos que reeditan la vida conventual. Algo de esa fantasía puede estar sugiriendo un deseo de distancia frente a la hiperproductividad y el exceso de estímulos. Sin embargo, el mismo imaginario también recuerda que, históricamente, el convento fue para muchas mujeres un escape del matrimonio obligatorio y, al mismo tiempo, una forma distinta de obediencia. ¿Qué está pasando que volvemos a mirar esa figura con fascinación? ¿Es una búsqueda de libertad o una romantización de otro encierro? ¿O simplemente una búsqueda por encontrar espacios que no estén atravesados por la lógica del rendimiento?
Frente a todas estas formas de retirada —del sexo, de la pareja hetero tradicional, del ruido digital, del mundo productivista— aparece una pregunta central: ¿de qué estamos intentando protegernos? No pareciera ser miedo al deseo ni aversión a los otros, sino algo más profundo. Como si el mundo se hubiera vuelto tan demandante que la única posibilidad de seguir dentro fuera, paradójicamente, encontrar pequeñas formas de escape. Pausas, silencios, rituales, fantasías de orden, breves huecos donde la vida deja de ser obligación.
Quizás lo que estamos viendo no es apatía ni cinismo, sino una sensibilidad nueva que todavía no encuentra lenguaje propio. Un deseo que intenta reorganizarse en medio del agotamiento. Un cuerpo colectivo que pide otras formas de estar con otros. Y entonces resulta urgente preguntarnos por qué nuestra época produce tantos intentos de retirada.
¿Qué tipo de mundo estamos creando si retirarse se vuelve, para tantos, la única forma posible de seguir? Porque si el único modo de sostener la vida es escapar un poco de ella, entonces el problema no es la retirada, sino la estructura que nos obliga a buscarla. Entre el silencio y el repliegue quizá no haya una renuncia, sino la intuición de que otra forma de desear —más lenta, más viva, menos solitaria— todavía es posible.
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