
Una mirada sobre criar y crear, a partir de la película Frankenstein
Guillermo del Toro reinterpreta Frankenstein para reflexionar sobre la creación, la crianza y la ternura. Una lectura actual sobre cómo amar sin moldear y acompañar sin huir.
11 de noviembre de 2025 • 17:12

Los cambios claves en Frankenstein de Guillermo del Toro respecto a la novela de Mary Shelley. - Créditos: Netflix.
“No sé cómo explicarlo, pero está ahí”, responde Guillermo del Toro ante la pregunta sobre el rol de la figura materna en sus obras, en una entrevista de rueda de prensa por el reciente estreno de Frankenstein, y abre una temática muy interesante: cómo en los procesos de creación y crianza nos habitan nuestras propias historias.
Guillermo del Toro ha construido una versión de Frankenstein que, en su narrativa, trae una novedad: “la voz del hijo”, es decir, el punto de vista de esta criatura monstruosa fabricada por Victor Frankenstein, quien, luego de la muerte de su madre y el desamor de su padre, se propone vencer a la muerte.
La historia de Mary Shelley tiene 200 años; sin embargo, mucho de lo que ella relata y la película resignifica puede pensarse en clave actual, desde el vínculo entre padres, madres e hijos/as y el rol de la ternura —o la ausencia de ella— en la crianza.
En una escena de Frankenstein que resulta imposible olvidar, la criatura acaba de cobrar vida y aún no comprende el mundo, ni su cuerpo, ni el miedo que despierta. Mira a su creador con una mezcla de desconcierto y deseo de ser visto. Pero Victor Frankenstein, al contemplar aquello que produjo, siente horror. Huye. Esa huida —ese abandono inicial— es el origen de toda la tragedia. Un hijo que no fue amado. Un padre que no soportó lo que creó y que solo reacciona desde cómo él fue ahijado.
Esa escena, por más lejana que parezca, toca algo profundo. No necesitamos laboratorios góticos ni rayos eléctricos para repetir ese gesto exacerbado en esta historia: muchas veces también nos asustamos al criar, al toparnos con el no saber que acompaña siempre la tarea de cuidar y velar por el desarrollo y crecimiento de un otro, que al mismo tiempo se vivencia como muy propio.
En su llanto, su rebeldía o su vulnerabilidad se abren nuestras propias historias: el miedo al rechazo, la sensación de no haber sido suficientemente amados, la exigencia de hacerlo todo bien. Y, sin darnos cuenta, estos registros se filtran en la tarea demandante de cuidar y criar.
Frankenstein se propuso “fabricar” vida, pero no supo acompañarla. Creó desde la omnipotencia, no desde el vínculo. Y ahí está su tragedia: confundir crear con poseer, amar con controlar. La criatura encarna no solo su ambición, sino también su duelo: el dolor por la muerte de su madre, el deseo imposible de reparar lo perdido. Cuando huye de su creación, huye también de su propia historia y de no hacer nada nuevo ni distinto con ella.
Hoy, en el modo en que criamos —tan atravesado por mandatos de exigencia—, ese gesto de “fabricar” se repite con otras formas: tener hijos felices, seguros, autónomos, empáticos, exitosos, sin frustraciones.
El problema no es el deseo de cuidar, sino la ilusión de que podemos moldear al otro como si fuera un proyecto.
Criar, en cambio, implica un movimiento opuesto: aceptar que ese hijo no es una prolongación de uno, sino un ser distinto, con su propio modo de habitar el mundo, y que acompañamos ese modo ofreciéndole y ofreciéndonos como vínculo seguro, para ser punto de apoyo y también de despegue.
El Frankenstein de Guillermo del Toro se corre del prototipo monstruoso que tenemos todos en el imaginario a partir de las representaciones anteriores de ese personaje; trae, en cambio, una criatura vulnerable, sensible a cómo es tratada, mirada, hablada. Un ser que busca entender el sentido de su vida, algo con lo que Victor, su creador, no puede conectar. Por el contrario, espera verse espejado en sus propias carencias y heridas.
Por eso, la crianza puede ser también una oportunidad de renarración, sin negar los dolores, las dudas ni los límites. La ternura es una forma de cuidado que reconoce la fragilidad. Es mirar sin huir. Es sostener sin invadir. Es decir: “te acompaño mientras descubrís quién sos; no te construyo según quién quiero que seas”. La ternura humaniza la crianza porque nos devuelve al punto de partida: ser padres y madres atravesados por nuestras propias historias, aprendiendo a amar sin moldear.
Quizás el verdadero desafío sea este: animarnos a criar sin “fabricar”, a amar sin apropiarnos, a acompañar sin dirigir. En Frankenstein, Victor huye de lo que creó porque no soporta verlo imperfecto, fuera de control. Su tragedia no es haberlo creado desafiando a la muerte, sino no haber sabido sostener la vida. Guillermo del Toro se detiene justo ahí donde la historia original escapaba: en la mirada de la criatura. En su versión, el monstruo no es una amenaza, sino un espejo. Un hijo que pide ternura, un otro que exige ser reconocido como humano.
Criar, como crear, es quedarse frente a lo que no controlamos. No escapar cuando la vida se vuelve más vulnerable de lo que imaginábamos, incluso cuando lo que vemos nos desordena o nos confronta. Y tal vez, en ese gesto de permanecer, se revele lo más humano que tenemos: la capacidad de amar lo que no es a nuestra medida, y eso nos desplaza de la omnipotencia.
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