
La historia de Martina, que rompió el silencio 15 años después de un abuso sexual en su adolescencia
Con su libro Calladita., Martina rompe el silencio sobre el abuso que vivió en su adolescencia. Quince años después, transforma su historia en un acto de resiliencia y en un llamado a hablar y acompañar.
12 de noviembre de 2025 • 16:47

La historia de Martina, que rompió el silencio 15 años después de un abuso: escribió un libro como un modo de ayudar a otras personas. - Créditos: Gentileza
Quince años después de haber vivido un abuso en su adolescencia, Martina Troentle Dircks decidió transformar el dolor en palabra. En esta entrevista con OHLALÁ!, la autora de Calladita. una historia de abusos y silencios rotos (Servicop). comparte cómo el silencio que la acompañó durante años se convirtió en motor para escribir un libro que busca ayudar a otros a hablar, sanar y reconocerse. Su historia es una de resiliencia, de coraje y de encuentro: el momento en que se animó a contarle a su madre lo que había atravesado marcó el inicio de un proceso compartido, en el que el acompañamiento y el amor se volvieron clave para reparar.
El título, Calladita., encierra la ironía de una frase que durante mucho tiempo pesó sobre ella y sobre tantas mujeres: “calladita te ves más bonita”. Pero Martina ya no quiere callar. Con esta obra, pone punto final al silencio que la protegió durante años y abre la puerta a la conversación, al alivio y a la posibilidad de que otros encuentren en su voz la fuerza para hablar.

Calladita. una historia de abusos y silencios rotos (Servicop) - Créditos: Gentileza Martina Troentle Dircks
—¿Cómo surge el libro, cómo surgen las ganas, las necesidades, lo que vos sientas de contar para poder llevar adelante este libro, publicarlo y difundirlo?
—Bueno, yo no soy escritora, pero siempre leí mucho y me impactó cómo te llegan los mensajes y las experiencias, cómo un libro te puede cambiar. Eso, por un lado, para contextualizar un poco. Hay muchos libros que me marcaron, los recomiendo y siento que todo el mundo debería leerlos.
El año pasado, en diciembre, me pasó algo que nunca le había contado a mi mamá, a mi familia, a muy pocas personas, casi siempre parejas, y de una manera muy minimizada. Ese día estaba con mi mamá en mi casa, la miraba y pensaba: “No puede ser, no le puedo no contar esto a mi mamá. Se lo tengo que contar”.
No sé cómo, pero me armé de valor y empecé a contarle todo. Al principio me daba miedo porque mi mamá no caía en lo que le estaba diciendo, desde un lugar de incredulidad. Me decía: “¿Cómo puede ser que para mí tu adolescencia fue algo completamente distinto a lo que me estás contando que te pasó?”. Se lo conté, y lo primero que me dijo, como mamá, fue que sentía mucha culpa. Me dijo: “Bueno, hace 15 años no pude estar para vos con este tema. Déjame estar ahora. Tenemos que hacer algo con todo esto, Martu, como me llama ella. Fijate de qué manera lo querés transformar, contarlo”. Ella me sugirió: “Convirtámoslo en algo, hacé algo con todo esto”. Y le respondí: “Bueno, lo hacemos libro. Pero yo solo escribo; vos encargate de todo lo demás”.

Martina junto a su mamá, que laacompañó en la edición de Calladita. - Créditos: Gentileza Martina Troentle Dircks
Para mí lo importante era escribirlo y sacármelo de encima, porque también sentí una liberación al contárselo. Dije: “Esto está buenísimo, bajás 20 kilos de una”. Como que te sacás una mochila de encima. Le dije: “Bueno, lo voy a empezar a escribir”. Y así fue. Ella se encargó de buscar editoriales, mandar el proyecto, hablar, y yo me encargué de escribirlo. Fue un proceso en el que estuvimos muy unidas.
Yo escribía un capítulo y le decía: “Mirá qué te parece”. También tuve un asesor literario, porque nunca había escrito nada así. Pero las palabras salían a borbotones. Era tremendo: estaba en el trabajo y escribía en el celular; llegaba a casa y seguía. Estaba todo el tiempo escribiendo.
A mí me costaba armar la estructura del libro, entonces mi asesor literario me dijo: “Hagamos un índice y fijate todo lo que querés decir”. También se lo mostré a mi psicóloga, porque hablo mucho del TCA (trastorno de conducta alimentaria) y no quería que, aunque fuera un tema importante en la historia, se diera más información de la necesaria, para evitar que alguien sacara una idea equivocada.
Hay que ser muy cuidadosa con eso. Lo que empezó como una necesidad de liberación terminó siendo un proyecto que, si bien fue mío, involucró a mucha gente. Todo fue muy rápido: empecé a escribir a fines de diciembre y ya en la Feria del Libro estaba publicado, creo que en abril de este año. La editorial también fue rapidísima. No sé bien en qué momento pasó; tengo como una neblina de ese tiempo.
Escribía y escribía, y nunca me había sentido así. Trabajo en marketing, soy bastante creativa y a veces me entusiasmo con un proyecto, pero nunca con algo tan personal. Por momentos fue liberador y, a la vez, doloroso.

Martina, orgullosa, presentó Calladita. en la última feria del libro en Buenos Aires. - Créditos: Gentileza Martina Troentle Dircks
—¿Y cómo fue esto de ir charlándolo con tu mamá? Porque me imagino encuentros dolorosos.
—Para mi mamá fue muy fuerte, porque si bien era algo que yo tenía en mi cabeza hacía 15 años, para ella era la primera vez que lo leía con detalle, imaginándoselo. La pasó muy mal, aunque me acompañó muy bien. Cada capítulo que leía era para ella un castigo, se preguntaba: “¿Cómo no me di cuenta?”.
Pero de mi parte no hubo reproches durante todo el proceso de escritura. Me sentí acompañada. Ella me prometió estar en lo que decidiera hacer, y así fue. Somos muy unidas, por eso para mí el proyecto fue de las dos, más allá de que yo escribiera.
—¿Cómo lo fuiste estructurando? Porque hay tres partes: el antes del caos, durante y después.
—Ahí empezó todo. Mi asesor me dijo: “Hacete el índice”, y cuando lo estaba armando pensé: “Quiero modularlo de una forma en la que el final no sea lo que me pasó, sino en quién me convertí hoy”.
Entonces lo estructuré como introducción, desarrollo y desenlace, pero con esos nombres porque realmente creo que fue un caos lo que viví. Una cosa pequeña que se convirtió en algo enorme. Lo siento así: un momento muy caótico de mi vida, entre la bulimia y el abuso. Por eso decidí usar esa palabra: caos.
—Para quienes no leyeron el libro, lo que vos quieras contar sobre el abuso: ¿qué dirías que te pasó, qué contarías de ese caos?
—Lejos de revictimizarme. Si bien contarlo puede parecer que uno se está revictimizando, depende de cómo resignifiques lo que te pasó. Yo cuento todo lo que puedo y todo lo que me pasó por la cabeza en el momento de los abusos. Algunas cosas son objetivas y otras reflejan lo que sentía. Pero lejos de revictimizarme, estoy resignificando lo que me pasó, porque quiero compartir todo lo que se puede evitar si prestamos más atención al entorno.
Este libro, si bien me encanta que adolescentes me escriban contándome que gracias a él pudieron hablar, también está dedicado a los adultos: los que tuvimos hace 14 o 15 años, y los que hoy tienen hijos adolescentes.
Es un llamado de atención a la adultez: estas cosas pasan, sin importar la edad, la clase social o el barrio. Estemos más atentos. Muchas veces, como adultos, miramos a los adolescentes pensando que lo que les pasa no es tan importante. Si se pelean con amigos o con la pareja, creemos que es algo menor. Pero hay que prestar más atención a lo que les pasa a los adolescentes a nuestro alrededor.
Si para hacer ese llamado tengo que contar lo que me pasó, y eso ayuda a que alguien diga: “Voy a hablar con mi hija”, entonces vale la pena. No lo veo como una revictimización, sino como un resignificado total del abuso.
Para mí fue muy liberador hacer lo que hice, que el libro llegue a las personas, que lo lean y que abra conversaciones incómodas. Es difícil hablar con un adolescente sobre temas así. Hay que animarse a sentarse frente a alguien de 14, 15 o 17 años y hablar de consentimiento, de poner límites, de que como adulto estás para ayudar, no para retar. Si ese es el fin, lo contaría mil veces.
—En ese sentido, la ESI viene a poner esas palabras que no tuvimos.
—Sí, y a dejar de normalizar. Nosotros, de generación en generación, fuimos normalizando el silencio, el callar, e incluso distintos tipos de abuso: no solo sexual, sino también de autoridad o psicológico.
Muchas veces justificamos diciendo “tuvo un mal día”. Por suerte, esta generación habla más, levanta la mano cuando se siente incómoda, pero todavía queda un camino largo por recorrer.
—Las amistades también tienen un lugar muy fuerte en tu relato, porque tu silencio tenía que ver con el miedo de perder amigas. ¿Qué te queda y qué mensaje dejarías en relación con eso, con las amistades?
—Cuando miro hacia atrás y me veo a los 14 o 15 años, pienso que lo único a lo que podés aferrarte cuando estás encontrando tu identidad es a tu grupo de amigos. Es una lotería: quizá te toca un grupo muy unido o, como en mi caso, uno en el que no te sentís del todo representada, pero creés que tenés que pertenecer porque es tu identidad.
Con el tiempo, al conocer otras amigas, amigos y formas de amistad, entendí que no hace falta forzarse para encajar. Me gusta un concepto que dice que muchas veces uno “mete panza” socialmente para entrar en un jean que le queda apretado. Lo mismo pasa con los grupos de amigos: con los verdaderos no necesitás meter panza.
Con los amigos de verdad podés ser vos misma: tener un día buenísimo y que se alegren, o uno malísimo y que estén ahí. Mi peor miedo hoy no es que se enojen conmigo, sino que les pase algo. Eso es lo que debería pasarte con un amigo: no sentir miedo de contarle algo porque se enoje. Pero claro, lo digo con 15 años más y otra mirada.
—¿Y el vínculo con tu familia cómo cambió? Decís que con tu mamá siempre fueron cercanas, pero me imagino que esto debe haber sido como salir del clóset, de algún modo, ¿no?
—Sí, totalmente. Es una salida del clóset. Mis papás están separados, mi familia paterna vive en San Luis, ambos se volvieron a casar y tengo medios hermanos. Siempre viví en una familia ensamblada.
Como en toda salida del clóset, hubo gente que apoyó lo que hice y gente que no. Algunos creyeron que contar mi historia era revictimizarme o que podía traerme problemas laborales, porque trabajo en el sector agropecuario, que es bastante conservador.
Mi papá, por ejemplo, pensó que al exponerme podía perder mi trabajo o ser juzgada. Entendí que lo decía desde el miedo y el deseo de protegerme, pero él se lo tomó así. Hoy tenemos relación, aunque el tema del libro no se toca.
En cambio, con mi hermano, que tiene 21 años, nos unimos mucho más desde que se enteró. Me dice todo el tiempo que me admira, que me ama y que está orgulloso de mí. Lo mismo pasó con muchos familiares y amigos.
Aunque tambaleé mucho al momento de contarlo y a veces elegí pésimos momentos —por ejemplo, le conté a mi mejor amigo en la fila del cine—, la mayoría me mostró apoyo. Mientras más apoyo recibís de tu círculo querido, más te empoderás. Lo peor que podía pasar era que la gente que amo no me acompañara, y sucedió todo lo contrario.
Ese también es un buen mensaje para quienes no se animan a hablar: la gente que realmente te quiere te va a escuchar, te va a creer y te va a acompañar.
—Contás que hacés terapia. ¿Te resulta de algún modo reparadora? ¿Seguís charlando sobre esto? Porque no es fácil curar, ¿no?
—Sí. Mi terapeuta actual es la misma psicóloga que me trata desde 2017 o 2018. Cuando decidí empezar a hablar de mi TCA y entré en un centro de rehabilitación de trastornos alimentarios, mi psicóloga me preguntaba sobre mi adolescencia. Yo lo conté muy rápido, y en mi historia clínica quedó anotado: “Tuvo un abuso sexual”.
Pero después seguíamos hablando de la bulimia, de mi familia y de mi cuerpo. En realidad, recién en diciembre del año pasado empecé a hablar del tema con ella de verdad. Cada vez que lo mencionaba, yo intentaba esquivarlo, pensando: “Ya pasaron 15 años, hablemos de otra cosa”.
Todavía no lloré por este tema. Soy bastante sensible y lloro por muchas cosas, pero con esto no. Tal vez tiene que ver con lo lejos que quedó en alguna parte de mí. Posiblemente en algún momento me caiga la ficha, me emocione y llore, y será una mezcla de tristeza y liberación.
Con mi terapeuta hablamos principalmente del TCA. Cuando tuve bulimia, tratábamos mucho eso; pero desde que me dio el alta, si bien a veces hablamos de la comida o del cuerpo, hoy trabajamos más sobre mi forma de vincularme, la autoaceptación, el perfeccionismo y la ansiedad.
Estoy en una búsqueda constante de superación. Una de las cosas que más quiero es convertirme en la persona que me hubiese gustado tener cerca a los 14 o 15 años, cuando me pasó todo esto.
Tengo muchas ganas de ser madre, y eso me hace pensar qué clase de madre quiero ser. Quiero resolver mis temas, aunque me equivoque como todos, pero intento no pasar mis mochilas a las próximas generaciones.
—¿Se relacionan las dos cosas? ¿Creés que una tiene que ver con la otra, el trastorno alimentario con el abuso?
—Para mí sí. Al menos como yo lo veo, lo único que podía controlar en ese momento era mi relación con la comida. Sentía que mi individualidad había quedado tirada en un rincón y que lo único que realmente podía decidir era lo que comía o no comía.
No podía controlar ni siquiera si quería darle un beso a alguien, imaginate otra cosa. Entre la soledad y la tristeza, encontré en la comida una forma de control, pero también de castigo. Por mucho tiempo creí que yo tenía la culpa de lo que me había pasado.
La bulimia está muy relacionada con eso de “guardo todo y después exploto”, y eso me pasaba. En algún momento, en algún lugar, tenía que explotar, y me pasaba con la comida.
—Estabas completamente vulnerable, ¿no?
—Sí.
—Decidiste dejar en el anonimato a tus abusadores. ¿Fue una decisión tuya o por cuestiones legales?
—Decidí que el único nombre real en el libro fuera el mío, porque la historia habla de mí y de mi proceso de superación personal. Darle identidad a cualquier otro personaje le quitaría el foco al mensaje del libro, que es cómo una persona, aunque le pasen las mil y una, aprende y sale a contarlo para que no le pase a otros.
Hoy mi lugar de reparación no es la justicia, sino esto: contarlo, lograr que la gente se anime a hablar y que se sienten en la mesa familiar a conversar sobre el tema.
—¿Nos contás del título, Calladita? ¿Cómo llegaste a eso?
—Un día estaba de gira por trabajo, en el auto con dos compañeros. Estaba cansada, habíamos viajado mucho, y de repente uno me dijo: “Hoy estuviste muy calladita”. Yo ya estaba escribiendo el libro y había inventado miles de nombres posibles, pero ninguno me cerraba. En ese momento pensé: “Es este, Calladita”.
Desde un sentido irónico, claro. Esto de “quedarse calladita”, incluso como concepto impuesto a las mujeres: frases como “calladita te ves más bonita”. Quise ponerle punto final al título, literalmente.
Mi asesor literario me decía: “Los títulos no llevan punto final, a menos que el autor lo quiera así”. Y yo le respondí: “Sí, yo así lo quiero”. Porque el punto final marca el cierre: el fin de una etapa, de un silencio, de una versión mía que realmente estaba callada.
No desde un lugar de rebeldía por romperlo todo, sino porque durante mucho tiempo el silencio me pareció una forma de protección, y entendí que el silencio solo protege a quienes lastiman. Entonces dije: “Todo cierra”.
—¿Cómo surgieron las ilustraciones que acompañan el libro?
—Con el libro me pasaron dos cosas. Primero, cada tanto incluyo algún chiste o intento alivianar el tono con humor, porque es una historia fuerte. Si no hay ilustraciones o algo que relaje, el lector puede quedarse con una sensación de impresión, más que con la reflexión que quiero generar.
Mi libro tiene mucha ironía. La tapa es rosa, como jugando con la idea de que “todo es color de rosa”, cuando en realidad es todo lo contrario. Tiene ilustraciones, y mucha gente piensa que un libro con dibujos es infantil, pero no es así.
Todo va de la mano con resignificar: usar la ironía para hablar del silencio, de que no todo es color de rosa. Muchas personas que me conocieron de adulta me dijeron: “Jamás pensé que vos, por tu forma de ser, de reírte, de trabajar, habías pasado por algo así”.
Y eso también es parte del mensaje: uno puede estar sonriendo y, aun así, tener muchas cosas en la mochila. No todo es color de rosa.
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