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¿Qué tengo para decir? Un descubrimiento que alivia a la hacedora que llevamos dentro

En el editorial de la edición de julio, nuestra directora Sole Simond reflexiona sobre el hecho de quedarse sin voz, qué podemos aprender de eso y cómo recuperarla con una perspectiva nueva.


Meditar: un modo de recuperar la propia voz.

Meditar: un modo de recuperar la propia voz. - Créditos: Getty



Hace un mes me quedé sin voz. Tuve una discusión muy fuerte con un íntimo amigo y, como un desenlace previsible y un tanto trillado, me quedé afónica a los pocos días. Solía fastidiarme con mi respuesta corporal inmediata y sintomática, pero con los años fui dándome cuenta de que el instrumento se desafina y solo así puedo ponerlo nuevamente en tono, previniendo males mayores.

o acumulo, el mismo cuerpo suele ser mi catalizador emocional para entender qué es necesario identificar y, por ende, modificar. Nadie se queda sin voz porque sí. Y lo que podría ser tan solo una advertencia, para alguien que se dedica a la comunicación, se convierte en una marquesina en la avenida Corrientes. ¿Qué no pudiste decir?, ¿qué es lo que dijiste de más?, podrían ser las preguntas más comunes para decodificar el síntoma. Sin embargo, mi viaje personal tomó otros rumbos. 

Estuve una semana haciendo malabares para que mis cuerdas vocales, hablando en sordina, con un hilito de voz, pudieran hacerse entender. La sensación era un tanto desesperante, porque ahí adonde mi voz no llegaba, me dehacía en ademanes, chats que reforzaban ideas, caras de incomodidad. Eran dos fuerzas en lucha: una que quería callar y otra que quería seguir hablando.

 

Entonces, quise tomar cuenta de la señal y me anoté en un retiro de silencio. ¿Hiciste alguna vez uno? Yo debo haber hecho más de 40 a lo largo de 20 años. Y todavía, mi primera reacción es la resistencia. Nadie quiere frenar cuando viene a 200 km por hora. La adrenalina de la velocidad y la acción son tan adictivas que la sola idea de frenar a mirar el paisaje te da taquicardia. Está todo dado vuelta, nos agobia descansar, y nos da seguridad seguir de largo.

Entonces, ¿qué hacer? Parar a la fuerza, como cuando esos autos de carrera se ponen al costado de la pista para que les hagan el service. Son esos instantes de calma los que te aseguran llegar a la meta. Entonces, lejos de lo que imaginaba, durante el retiro mi cuerpo colapsó. No puse a prueba mi afonía por motivos obvios, pero empecé con una tos seca indomable, fiebre, dolor de cuerpo.

Me sentaba como podía a meditar, que es prácticamente lo que hacés durante todo el día, y simplemente me dejaba llevar por la guía de la meditación. “Hueco y vacío”, repite varias veces en sus grabaciones Sri Sri Ravi Shankar, creador de la técnica. Y en esos días, llena de moco e incomodidad, lo que juro que no sentí es vacuidad. Sentí un corso a contramano dentro de mí. Inquieta y confundida, sin decir ni “hola”, dudé de que recuperaría el habla. Y después de tres días de silencio, cuando salíamos suavemente de esos días profundos y afiebrados y el instructor dijo: “¿Quién quiere decir su primera palabra?”. Yo dije: “sanación”, y para mi asombro, descubrí que se había reiniciado mi voz. 

 

Tenía una pista más. El silencio no solo era bálsamo para una garganta cansada de decir, cansada de callar, sino también una oportunidad distinta de expresar. ¿Qué digo cuando no digo nada?, ¿quién soy cuando estoy callada?, ¿qué transmite mi presencia? Eso me quedé saboreando posretiro, incluso atravesando todavía esos virus pulmonares malditos que se volvieron eternos. Cuando recuperé mi energía, sé que pisé nuevamente el palito del decir. Sé que me gana la ansiedad de ordenar, decidir y orientar.

Pero hubo algunos días que procuré quedarme chito la boca, espectadora nomás, viendo cómo la vida se encauzaba sola, y sucedía. Quizá no a mis tiempos, quizá con algunos sobresaltos, quizá distinto a lo que hubiera imaginado, quizá maravillosamente fluida. Esos días en los que me volví testigo, en silencio, atenta, pude darme cuenta de que hay murmullos sucediendo en este mismo instante, en cada casa, departamento, cuarto, recoveco, con tantas ideas distintas, hay voces que gritan y otras que hablan bajito, hay sonidos de aves, de mar, de viento, hay expresiones de asombro y alegría, hay sonidos de llantos, hay críticas, chismes y palabras de aliento, hay tanta musicalidad que nos rodea, entonces, ¿cómo nos sumamos a esta sinfonía? Me propuse en este último tiempo no generar más ruido, estoy viendo cómo, viendo de qué me bajo, entendiendo dónde quedarme callada. Puedo transmitir sin emitir palabra, simplemente estando ahí con quien soy, los valores que represento, mi forma de mirar la vida, mi sonrisa, mi confianza, mi firmeza. Eso pienso. Es todo un experimento. 

Igual, hay algo que me llena de alivio, una cosa que leí hace un tiempo y que dice que si nos alejamos del mundo, como en esos Google Maps con zoom out, y escuchamos de lejos este planeta Tierra, el sonido que emerge de él es profundo y visceral, es uno solo, inconfundible, se escucha: “oooooommmmm”, ese sonido sagrado nos arrulla noche y día, mientras entendemos cómo nos reconciliamos con nuestro mejor amigo.

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