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La ilusión de control: por qué no podemos manejar lo que el otro piensa o siente

Creer que tenemos poder sobre lo que la otra persona siente o hace es una de las distorsiones más comunes en los vínculos. La psicóloga Patricia Faur explica cómo soltar ese control imposible.


La ilusión de control: por qué no podemos manejar lo que el otro piensa o siente

La ilusión de control: por qué no podemos manejar lo que el otro piensa o siente - Créditos: Getty



Una de las distorsiones cognitivas más frecuentes es creer que podemos controlar lo que el otro piensa o siente. Nos convencemos de que sabemos lo que pasa por su cabeza y, desde ahí, actuamos como si fuera cierto. Pero la verdad es que no tenemos acceso a esa información; todo lo demás es una suposición, y muchas veces, una intrusión en su mundo interno.

¿Por qué insistimos en este control imposible? A veces es por miedo al juicio ajeno. Tratamos de sobreadaptarnos, moldeándonos a la imagen que creemos que el otro espera, como el protagonista de Zelig, de Woody Allen. El problema es que ese esfuerzo no solo es agotador: fracasa. Otras veces, el impulso de controlar surge de la necesidad de rescatar, salvar o cambiar a alguien, incluso desde la mejor intención. Pero por bienintencionado que sea, sigue siendo un intento de imponer nuestra visión.

 

En la familia, en la pareja o en la amistad, cuando la realidad nos muestra que no tenemos control, la frustración puede transformarse en enojo, negación o insistencia obsesiva. Y ahí es cuando enfermamos emocionalmente. La salida está en dos palabras: respeto y aceptación. Respetar la elección de la otra persona, aunque no nos parezca la adecuada, y aceptarlo. Puede ser difícil, pero si insistimos, probablemente el otro se aleje. 

Eso no significa ser indiferentes ni dejar de advertir un riesgo. Significa entender que, entre adultos, las opiniones se ofrecen con permiso. Si quiero decir algo que el otro no pidió, primero pregunto si está dispuesto a escucharlo. Así no invado ni me entrometo.

Poner límites también es clave. Pero no se trata de prohibirle al otro, sino de definir qué acepto yo. No puedo decirle a mi pareja “no salgas tanto”; sí puedo decidir si esa dinámica es compatible conmigo, cuáles son mis no negociables. Esa es la verdadera libertad: no controlar al otro, sino elegir cómo me relaciono.

Aceptar que no podemos controlar al otro es incómodo, pero también liberador. Nos permite relacionarnos desde la empatía, sin manipulación, sin abuso, y con la certeza de que el respeto mutuo es más poderoso que cualquier intento de control.

Por Patricia Faur, psicóloga especialista en dependencias afectivas y vínculos (@patofaur).

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