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El cuerpo como mensaje: por qué los crímenes narcos contra mujeres son femicidios

Los asesinatos de mujeres en contextos narcos no son solo ajustes de cuentas: sus cuerpos se convierten en territorio simbólico y pedagógico de la crueldad. Nombrarlos como femicidios es clave para visibilizar la violencia de género.


Marcha en la Plaza Flores, en repudio por el asesinato de las tres jóvenes de La Matanza

Marcha en la Plaza Flores, en repudio por el asesinato de las tres jóvenes de La Matanza - Créditos: Nicolás Suárez (LA NACION)



En los últimos días circuló en TikTok un trend en el que varones simulaban meter a una chica en una bolsa de consorcio. Para muchos fue apenas humor negro; para otros, entretenimiento pasajero. Pero esas escenas nunca son inocuas: funcionan como ensayo cultural de una violencia que, en la realidad, se concreta en los femicidios. Lo simbólico abre el camino de lo material. Y lo material llegó con brutalidad.

En Florencio Varela fueron asesinadas tres chicas —dos de 20 años y una de 15— encontradas en condiciones atroces: dos de ellas dentro de bolsas de residuos. No hablamos de metáforas, hablamos de una maquinaria de violencia que pasa del chiste al crimen. Y aquí aparece la pregunta clave: ¿por qué debemos hablar de femicidio incluso cuando los asesinatos ocurren en el marco de una trama narco?

Rita Segato lo explicó con claridad: cuando en contextos criminales se asesina a varones, lo que está en disputa es el territorio físico, es decir, un barrio, una ruta, un mercado. Se trata de una violencia instrumental dirigida a eliminar rivales y consolidar poder territorial. Pero cuando las víctimas son mujeres, el territorio en disputa cambia: pasa a ser el cuerpo femenino.

 

¿Qué significa esto? Que el asesinato de mujeres en estos contextos no busca solamente la eliminación de una persona: también se busca inscribir un mensaje. El cuerpo se convierte en pizarra, en superficie de poder. Antes de la muerte suele haber tortura, violación, humillación. Se dejan marcas. La muerte de las mujeres no es “limpia”: es ejemplarizante. En ellas se ejerce una pedagogía de la crueldad que le habla al resto de la comunidad.

De nuevo, el caso de Florencio Varela lo confirma con brutalidad. El asesinato de las tres chicas no se consumó en silencio: fue transmitido en vivo a través de un grupo cerrado de 45 personas. ¿Qué nos dice esto? Que no se trata solo de matar, sino de exhibir. Que la violencia se convirtió en espectáculo y, al mismo tiempo, en advertencia.

Por eso, aun cuando estos crímenes se inscriben en una trama narco, no se los puede reducir a un “ajuste de cuentas” ni a una “guerra de bandas”. No alcanza con leerlos como delitos de la economía criminal, porque la forma en que se mata a las mujeres es distinta. Así, la violencia sexual, las marcas en los cuerpos y la exposición pública del sufrimiento (entre otros elementos) nos indican que estamos frente a casos de femicidios.

 

¿Y por qué importa nombrarlos así? Porque si no los llamamos femicidios borramos la dimensión de género que organiza esa violencia. Porque seguimos reforzando la idea de que esas muertes eran inevitables, o que esas vidas valían menos. Porque invisibilizamos que hay un patrón que se repite: las víctimas son mujeres jóvenes, pobres, precarizadas, que ya habían sido colocadas en la categoría de vidas descartables.

Reconocer la dimensión de género no significa negar el contexto narco, sino mostrar cómo se entrecruza con él. Se trata de ver que los femicidios no son un “daño colateral” del crimen organizado, sino un modo específico de ejercer poder en esas tramas. El cuerpo de las mujeres funciona como territorio simbólico donde se escribe la soberanía del narco.

Entonces, la pregunta fundamental no debería ser si estos asesinatos fueron “crimen organizado” o “femicidio”, sino ¿por qué seguimos pensando que pueden ser una cosa u otra, cuando en realidad son ambas al mismo tiempo?

 

Estos crímenes son políticos: buscan disciplinar, organizar el miedo, inscribir poder; son crímenes de género: porque utilizan la vulnerabilidad histórica de las mujeres como canal privilegiado para transmitir un mensaje; y son crímenes de clase: porque las víctimas elegidas suelen ser mujeres pobres, aquellas que el sistema ya había clasificado como desechables.

Por eso, cuando escuchamos que “murieron por estar en el lugar equivocado” o que “se prostituían”, no se está informando: se está justificando. Se está reforzando la pedagogía de la crueldad que naturaliza la idea de que algunas muertes son más aceptables que otras.

El desafío, entonces, será aprender a leer lo que estos crímenes nos dicen sobre la sociedad que habitamos. ¿Qué vidas consideramos valiosas?, ¿qué muertes nos conmueven y cuáles no?, ¿cómo habla de nosotros (como sociedad) que la violencia contra las mujeres pueda ser convertida en espectáculo?

Las bolsas no son tendencia ni son una noticia morbosa. Son la prueba de que la violencia siempre se ensaya primero en el aspecto simbólico antes de pasar a matar en el contexto real. Y, al mismo tiempo, de que los cuerpos de las mujeres, incluso en contextos narcos, siguen siendo el lienzo donde se escribe, con saña, la pedagogía de la crueldad.

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