
Cómo María Inés Bedia convierte el duelo y la memoria en literatura en "Calma el fuego"
Entre la autoficción y la memoria, Bedia reconstruye su vínculo con el padre y el peso de la ausencia, en un relato en el que la escritura se vuelve un modo de revisitar su historia.
11 de diciembre de 2025 • 22:46

Cómo María Inés Bedia convierte el duelo y la memoria en literatura en "Calma el fuego" - Créditos: Gentileza María Inés Bedia
Hay libros que nacen como un llamado y escritoras que saben escucharlo. Calma el fuego (Factotum Ediciones) es ese tipo de obra: una novela en la que María Inés Bedia convierte las brasas de su historia familiar en una voz que ilumina, cuestiona y abraza.
Mientras mira hacia la infancia y hacia el padre ausente, la autora compone un relato que duele y a la vez repara.
En diálogo con OHLALÁ!, Bedia comparte cómo fue escribir desde el cuerpo, qué descubrió en los cuadernos de su padre y por qué la memoria, aun cuando quema, puede volverse un camino de creación.
—¿Por qué decidiste escribir Calma el fuego?
—De algún modo la decisión se tomó por mí. Hace varios años que escribo (de chica llevé siempre diario íntimo) e incluso tengo un primer libro que ronda algunos de los temas que en Calma el fuego se retoman, porque cada cosa que intentaba escribir terminaba en esta historia que peleaba por ser narrada y así tratar de darle un sentido al caos del pasado. Me hacía muchas preguntas y fui construyendo las respuestas escribiendo, de la única forma que podía hacerlo. Annie Ernaux dice que la escritura es descubrir al escribir lo que es imposible descubrir de otra manera y que en eso consiste el goce —y el espanto— de la escritura: no saber lo que llega gracias a ella.
—En un momento María Inés cuenta una anécdota escolar que podría explicar por qué estudió abogacía y no letras. ¿Pasó algo de eso en tu vida? ¿Sentís que ahora es una especie de oportunidad esta que se te da al escribir literatura?
—Algo de eso pasó en mi vida, pero no tan así como está narrado en la novela, ya que le pedí bastantes cosas prestadas a la ficción. Tengo muy claro que estudié Derecho porque quería participar de los juicios de lesa humanidad, quería ser parte de esa historia, pero nunca me gustó mucho ser abogada. Tuve mucha suerte en mi recorrido profesional porque me crucé con personas muy formadas y, sobre todo, muy buena gente, como mis compañeros de Abuelas de Plaza de Mayo, que me hicieron querer mucho el oficio. Con el tiempo y gracias a los talleres literarios y a mi maestro y amigo Juan Diego Incardona, fui construyendo lo que Gabriela Mistral llamaba “el oficio lateral”. Para mí eso es escribir literatura o dar talleres de lectura y escritura: mi oficio lateral y, en palabras de Mistral, el que suele traer la salvación, algo nuevo y fértil, pariente de la creación.
—¿Qué puntos de contacto encontrás con tu novela anterior No destruya las señales, ambas autobiográficas?
—Varios y ninguno a la vez. Sin el primero no hubiese sido posible el segundo. No destruya las señales (editado por La Crujía) es un libro muy importante para mí porque surgió del trabajo de muchos años de taller y porque fue como una puesta en escena del universo que me interesaba narrar: la infancia, la familia, la muerte del (mi) padre, los juicios de lesa humanidad, la restitución de los nietos, Boca Juniors, ser hija y ser madre. De hecho, hace unos días el libro recibió una distinción por parte de la Legislatura porteña que lo declaró de interés para CABA para la comunicación social, y entre otras cosas dice que es un libro que “constituye un archivo de la vida del país (…) ya que narra un período íntegramente político, cargado de múltiples elementos identificatorios, nacionales, futbolísticos, familiares”. Ese archivo es para mí No destruya las señales. Lo que hice en Calma el fuego fue mirar con lupa algunos de los temas de ese universo y tratar de convertir a la memoria en literatura. Quise narrar la historia familiar, volver ese relato personal —la muerte de un padre y cómo se rearman las familias después de las ausencias— en un relato compartido, para poder así reconocer y darle espacio a lo que, en medio del infierno, no es infierno.

Calma el fuego (Factotum Ediciones) es la segunda novela de María Inés Bedia. - Créditos: Gentileza María Inés Bedia
—¿Cómo fue volver a la infancia desde la escritura? ¿Qué recuerdos aparecieron que no esperabas?
—Esta pregunta me hizo acordar a una frase de Javier Marías cuando dice que el fútbol es la recuperación semanal de la infancia, donde vuelven a cruzarse héroes y villanos. Volver a la infancia desde la escritura es recuperarla de algún modo, partiendo de la memoria, que se parece a un edificio con muchas ventanas que se van abriendo de a una. Mientras escribía la novela aparecieron recuerdos que creía olvidados, que fueron las semillas de un relato que se nutrió de diversas operaciones literarias para volverse trama. Además, durante el proceso de escritura cada tanto le preguntaba a mi hermana o a mi mamá: “¿Te acordás la vez que…?”. Y cada una me contaba una versión distinta. Entonces decidí hacer lo que propone Clarice Lispector: “Voy a crear lo que me sucedió”. Hay una frase en francés que nos decía mi papá que termina dándole forma al título de la novela y que apareció en mi cabeza mientras escribía una escena que nada tenía que ver con eso. O sí, porque todo lo narrado proviene de experiencias significativas que le dieron fuerza a la voz que narra.
—La depresión está muy presente en nuestro tiempo: ¿qué podrías decirnos de la depresión de tu padre, al menos desde el lugar de hija, si es que hay algo que quieras compartir?
—Sobre esto, y solo hablando desde el lugar de hija, pienso que lo que se puede hacer frente a una depresión es acompañar hasta donde se pueda sin dejar que la depresión se la lleve puesta también a una. Un poco como la máscara en el avión: ponérsela primero una para poder estar, asistir, acompañar al otro. Eso como hija. Después, creo que lo importante es un buen tratamiento psicológico y/o psiquiátrico. En el libro hablo de las estrategias antimuerte: la literatura, los talleres literarios, el cine, los amigos, el fútbol, la familia, etc. Tratar de que no se nos terminen. Y aceptar también que se pueden agotar.
—¿Cómo fue para vos revisitar ese duelo por la muerte de tu padre mientras leías sus cuadernos, pesquisabas sobre su vida, escribías…?
—Sus cuadernos por momentos eran un imán y en otros me generaban mucha resistencia y no podía abrirlos por días. Durante el proceso de escritura revisé todo lo que tenía en formato escrito de mi papá: sus mails, sus dedicatorias en libros, cartas, sus cuadernos, mensajes de texto. Pero no de una manera obsesiva o con la necesidad de leerlo todo, sino como faro que guiaba mi escritura. A veces me daba cuenta de que solo tenía que cerrarlos y seguir escribiendo aprovechándome de la ficción, contar la historia desde otro lugar, hacerle un poco de trampa a la experiencia, porque una escritora nunca pierde la posibilidad de mentir.
—La protagonista espera que los cuadernos de su padre contengan una explicación, un orden posible. ¿Vos, como hija, también buscabas algo similar al escribir?
—Buscaba ponerle orden al caos del pasado, como digo más arriba. Darle un sentido, que deje de ser mío y pase a ser escrito para alguien más. Entonces la escritura empezó a funcionar como centro de gravedad que hizo que las experiencias empezaran a expandirse en distintas direcciones. Y no me resultó nada fácil. Se escribe con el cuerpo y cada tanto el texto, como dice Juan Villoro, te muestra sus garras; entonces hay que acercarse con cuidado de no salir lastimada, o lo menos posible.
—¿Qué lugar ocupó en tu familia la lectura, el estudio, los libros desde la mirada de niña? ¿Y desde la de adulta?
—Todo lo que nombrás ocupó un lugar central en mi familia, fue el núcleo que permitió que nos comunicáramos, sobre todo con mi papá. De niña no entendía, llegué a odiar los libros que me quitaban tiempo con mi papá y juré jamás leer cuando fuera grande. Hoy paso mucho tiempo leyendo y leo en situaciones que para mí son naturales o forman parte de lo cotidiano, pero que a veces alguien me hace notar con una sonrisa o con cara de sorpresa: “¿Qué hacés leyendo acá?”. Por ejemplo, mientras baño a mi hijo sentada en el inodoro, o mientras camino y me faltan pocas páginas para terminar un libro que me tiene atrapada, o en la bañera tratando de que no se moje el libro. Después me enteré de que Bolaño leía en la ducha y me gusta tener algo en lo que parecerme a él.
—La novela plantea la duda de acceder o no a los escritos privados del padre, darlos a conocer o no. ¿Cómo pensaste ese dilema?
—No todo lo que aparece sobre los cuadernos de mi papá es tal cual fue escrito por él; muchas cosas fueron maniobradas con la idea de darle un sentido estético y ser fiel al lenguaje y no a los hechos, como nos enseñó Piglia. Hay un concepto de María Moreno muy interesante para la escritura autobiográfica, que menciono en mis talleres, y es el de “verdad mítica”: tiene que ver con que lo narrado proviene de imágenes que están puestas al servicio de la narración. No podemos volver a vivir lo que escribimos, pero sí podemos acercarnos desde el lenguaje, aunque esa verdad será la que contenga un mito. En este sentido, para mí fue muy importante que se mencionara la carta que deja el padre, pero no su contenido; eso no es para los lectores, eso es solo para mi mamá, mi hermana y yo.
—¿Qué encontrás en la escritura del yo, o la autoficción? ¿Creés que necesariamente implica cierta transgresión y a la vez una exposición mayor de la propia intimidad?
—Hice un taller genial con Mariana Mazover sobre autoficción, donde ella explica cómo es un modo de leer más que un género literario. Cita a Philippe Lejeune al hablar del pacto autobiográfico y explica que el contrato entre lector y escritor —lo estoy diciendo con mis palabras— es que lo que leemos le sucedió al escritor. Lo que no implica que haya pasado todo tal cual está narrado, ya que la propia memoria es arbitraria y es imposible que recordemos los hechos vividos tal cual pasaron. Considero que la autoficción, y esto lo digo en mis talleres, es un buen comienzo para todas las personas que están empezando a escribir. Cualquiera de nosotros puede encontrar, en los recuerdos o pequeñas anécdotas de su propia vida, material interesante que, a través de diversas operaciones literarias, puede ordenarse en tramas textuales. Por supuesto que al escribir aparecen preguntas como: ¿Hay que decir la verdad? ¿Puedo mentir? ¿Cuál es el margen para la maniobra literaria? ¿Qué pasa con el pudor? ¿Qué pasa con exponer a la familia? Creo que la respuesta se construye escribiendo.
—¿Cómo definís el límite entre lo vivido y lo narrado cuando escribís?
—El límite lo construye la escritura. Una puede hacer trampa y cambiar el pasado, mezclar anécdotas, pensar siempre en qué le sirve al texto, haya pasado o no. Al escribir mentimos verdades.
—¿Por qué decidiste potenciar la anécdota del fuego hasta convertirla en el eje del título y la imagen de tapa? ¿Qué representa ese fuego para vos?
—La novela no tuvo título casi hasta el final, y es algo que me suele pasar al revés: siempre sé el título de lo que quiero escribir y me falta la historia. Esta vez, casi sobre el final, al narrar esa escena del fuego en Pinamar, cada palabra que escribía me hacía pensar en el plano metatextual de lo que estaba narrando, en el hecho en sí de escribir. Un poco lo cuento en el libro, pero ese fuego funcionó en mí como una especie de origen para la escritura, algo que se enciende y crece, y que también puede generar un incendio en el que te podés quemar. El duelo es meter la mano en el fuego, quemarse, para después sacarla y que empiece a sanar.
—¿Nos recordás qué lecturas te acompañaron mientras escribías Calma el fuego? De algunas hay fragmentos, citas…
—¡Infinitas! Todo el tiempo estuve leyendo y quise que eso apareciera en el libro, porque cada libro funcionó como señales de tránsito que me guiaban en la escritura. Desde los dos que aparecen en los epígrafes: Mar azul de Paloma Vidal y Nada se opone a la noche de Delphine de Vigan, hasta todos los que recorren el libro: El infierno de los vivos de Ítalo Calvino; “Hacer memoria”, un cuento de Alejandro Zambra que aparece en Mis documentos; El dios salvaje. Ensayo sobre el suicidio de Al Alvarez; A la salud de los muertos de Vinciane Despret; El profeta de Khalil Gibran (este libro me lo encontré de casualidad en una librería de calle Corrientes cuando me faltaba poco para terminar la novela; yo solo conservaba el poema sobre los hijos que me había enviado mi papá); Salvatierra de Pedro Mairal; La verdad de una noche de Sol Montero; En busca del cielo de Nathalie Léger; el poema “Mi hija se viste y sale” de Joaquín Giannuzzi; Vivir con nuestros muertos de Delphine Horvilleur; El caballo perdido de Felisberto Hernández; Las fuerzas extrañas de Leopoldo Lugones, entre muchos, muchos otros.
—¿Cómo fue el proceso de escritura y armado de la novela?
—Fue un proceso largo y único. A escribir aprende el cuerpo y a veces se pone tanto en juego que quedamos devastados. Por suerte existen los talleres literarios, que acompañan esos procesos y hacen que uno transite la experiencia en un contexto amoroso. Cuando terminé la novela hubo un intercambio muy lindo con la editora, Fátima Nieves García, en el que ella me dijo dos cosas que para mí fueron muy importantes: que la narradora era muy amorosa con su entorno y que las citas de las lecturas le quedaban muy bien al libro. Su mirada fue muy importante para mí porque, aunque uno asista a talleres, hay momentos durante el proceso en los que la escritura es en soledad, y a veces me daba miedo tanto silencio.
—¿Cómo te sentiste al ver el libro publicado?
—Mi primera sensación fue: “¡No! ¿Qué hice? ¿Por qué conté esta historia?”. Y a los pocos días me fui familiarizando con la idea. Ahora lo miro y siento que no lo escribí yo, que lo escribió ese yo que no soy yo.
—¿Qué dijeron tus seres queridos, sobre todo quienes comparten parte de esa historia?
—A mi mamá se lo quise dar antes de que saliera publicado para que lo leyera y me dijera si prefería que sacara algo. Su respuesta fue que no la cuidara tanto y que yo podía publicar lo que quisiera. Les deseo madres como la mía. Con mi hermana ni siquiera hizo falta preguntarle, es mi otra mitad. Hoy ambas me piden todo lo que sale del libro. ¡Así que esperan ansiosas esta nota!
—¿A vos te cambió en algo la mirada que tenés de la relación de tus padres, de la familia que construyeron, de la que vos armaste con eso que eras?
—No me cambió nada, creo que estamos hechos de historias y lo que cambia es cómo o desde dónde las narramos. Me alivió escribir esta novela, siento que ahora sí, al fin, voy a poder escribir sobre dragones, jaja.
—Después de dos novelas tan ligadas a la memoria personal, ¿sentís que vas a seguir explorando este género?
—Estoy escribiendo un texto sobre los juegos con mi hermana de chicas, ligados al armado y a la desaparición de las familias. Por ahora solo tiene título —provisorio—, se llama Juguemos en el bosque, y unas varias páginas. Así que en eso estoy, siguiendo ese llamado que es la escritura.
—Lo que quieras agregar, bienvenido.
—¡Hagan talleres literarios! Es como ser de Boca: un modo de vida.

Verónica Dema Editora de Actualidad en OHLALÁ! Licenciada en Ciencias de la Comunicación, Especialista en Prácticas Redaccionales. Tiene un Máster en Periodismo por LN/Universidad Torcuato Di Tella. Dedicada a temas de géneros, cultura y sociedad.
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