
Carl Honoré, creador del movimiento slow, explica por qué a nuestro cerebro le cuesta ir más lento
Charlamos con el creador del movimiento slow y autor de "El elogio de la lentitud" sobre la necesidad de cambiar de paradigma, frenar y vivir la vida sin apuro.
3 de noviembre de 2025 • 13:56

Carl Honoré explica por qué hay que ir más lento. - Créditos: Archivo LN
Durante su paso por el streaming OHLALAND!, Carl Honoré, creador del movimiento slow y autor del reconocido libro Elogio de la lentitud, reflexionó sobre cómo la velocidad se volvió una constante en nuestras vidas y por qué nos cuesta tanto frenar. Según él, hoy nuestro cerebro está tan acostumbrado a la sobreestimulación y al ritmo acelerado que, cuando aparece la posibilidad de bajar un cambio, en lugar de sentir alivio, sentimos miedo.
“En el estado natural, el cerebro humano busca momentos de adrenalina, pero también necesita serenidad, silencio y calma. Lo que pasa es que hemos cambiado su estructura: ahora el cerebro promedio está saturado, yendo a toda velocidad”, explicó.
¿Cómo y cuándo pensaste por primera vez en la teoría slow?
Yo creo que cuando nos quedamos atascados en avance rápido, en fast forward, volando por la vida en lugar de vivirla, con mucha frecuencia hace falta una llamada de atención, algún shock al sistema, algo que te haga ser consciente de que has olvidado cómo pisar el freno, que esto te está haciendo daño. Y para mucha gente, esa llamada de atención llega en forma de enfermedad. Un día, el cuerpo tira la toalla y dice: “No aguanto más este ritmo”, y te toca, qué sé yo, un infarto... o no te puedes levantar de la cama. Mi llamada de atención llegó cuando empecé a leerle cuentos a mi hijo. En aquella época, yo era incapaz de bajar un cambio, así que entraba en su dormitorio, hacía una lectura dinámica y rápida de “Blancanieves”, saltando páginas enteras. Mi versión de “Blancanieves” era tan veloz que tenía apenas 3 enanitos (risas). Y mi hijo, que conocía los textos de memoria, me decía: “Che, papá, ¿qué le pasó al Gruñón?”. Y esta situación lamentable siguió hasta que un día oí hablar de un libro titulado Los cuentitos para dormir de un minuto. Y al escuchar eso pensé: “Wow, qué idea más genial, tengo que conseguir ese libro ahora mismo”. Pero, gracias a Dios, reaccioné muy diferente. Fue algo así como una suerte de epifanía. Pensé: “Dios mío, estoy acelerando la vida en lugar de vivirla”. Y me sacudió en lo más íntimo. Empecé a reconectarme con mi “tortuga interior”. Y como periodista, quería entender no solamente mi propia adicción a la prisa, sino el marco más general, así que salí a investigar por el mundo y me di cuenta enseguida de que yo no era el único..., que este virus de la prisa ha terminado contaminándolo todo.
¿Cómo fue el proceso de investigar qué pasaba?
Al inicio fue difícil, porque yo fui básicamente el pionero en esto. O sea, existía en aquella época el movimiento de slow food, comida lenta, ¿no? Otras cositas por ahí, pero no había ningún movimiento. De hecho, mi libro pasó a ser como el detonante, la biblia de este movimiento, así que no sé, sentía algo por ósmosis, en el aire, que había algo, que las placas tectónicas se estaban moviendo, que había un anhelo, un apetito creciente... La gente buscaba otro ritmo, no quería pasarlo en modo correcaminos constantemente. Pero al principio no sabía por dónde empezar, así que salí a hacer preguntas y encontré una pista, abrí una puerta, seguí y me tardé bastante, ¿no? Ese primer libro fue un proceso largo, de cavar, de investigar, de destapar, etcétera. Pero emocionante, al mismo tiempo, una autoterapia.
¿A nuestro cerebro le cuesta ir más lento?
En estos días sí. Yo creo que, en el estado natural, el cerebro humano busca momentos de adrenalina, de excitación, de rapidez, pero como no somos algoritmos ni máquinas, también necesitamos momentos de serenidad, de silencio, de calma, de tranquilidad. Buscamos esos momentos naturalmente, es un instinto. Lo que pasa es que en el mundo moderno hemos cambiado un poco la estructura, los hábitos del cerebro, así que ahora el cerebro del ciudadano promedio argentino, ponele, está saturado, yendo a toda velocidad..., y cuando surge la posibilidad de desacelerar, de ir más lento, en lugar de abrazarlo con alivio, nos entra un pánico.
Es como “¿qué me estoy perdiendo?”
Claro, se me pasa la vida... Porque correr por la vida es desperdiciarla. Pero estamos casi todos atrapados en esta vorágine, en este carrusel de velocidad pasando de un acto a otro. Y además, con la tecnología, ahora con las redes sociales y ese bombardeo constante de distracción, de estimulación. Hasta los chicos están en lo mismo, ¿no? Y esto yo creo que en el fondo explica el boom de trastornos mentales. Estamos desconectados de los demás, de nosotros mismos... Pagamos un precio muy alto por esta prisa.
Veinte años después de la primera edición de Elogio de la lentitud, ¿creés que hoy hay un capítulo nuevo? ¿Estaría la tecnología ahí?
Yo hace 20 años vi la tecnología como un arma de doble filo, y en ese sentido, no ha cambiado. Por un lado, nos puede ayudar a hacer cosas de manera veloz, eficiente, y esto puede ayudar a recuperar tiempo, ahorrar tiempo. El tema es: ¿qué hacemos con ese tiempo ahorrado? ¿Lo usamos para leer un cuento a nuestro hijo con calma o lo usamos para pasar 20 minutos más mirando TikTok? Y en estos días, yo creo que la mayoría de la gente opta por la opción B, ¿no? Además, toda la cultura ahora está orientada hacia la idea de optimizar todo, de la optimización de cada momento... Esto empezó en la época victoriana con la Revolución Industrial, cuando entró la idea de “el tiempo es oro”, ¿no? Pusieron los relojes en las fábricas, vos contabas los minutos y cuanto más rápido fabricabas, más guita ganaba. Eso salió de las fábricas y terminó contagiándolo todo. Y ahora hasta a los rituales más lindos que están diseñados para que bajemos un cambio intentamos acelerarlos también. Por ejemplo, cerca de mi casa, en Londres, hay un gimnasio que ofrece un curso nocturno de speed yoga, de yoga rápido para ejecutivos estresados... Quieren saludar el sol y doblarse en la postura del loto, pero quieren hacerlo solo en 5 minutos.
Tremendo.
Sí, yo pensaba que el speed yoga tenía que ser la manifestación más absurda de esta cultura de correcaminos, hasta que un amigo mío en Estados Unidos fue invitado a un funeral drive-through, o sea, un funeral sin bajarse del auto. Es de otro mundo, ¿no? La iglesia coloca el ataúd en la entrada, la gente se acerca en auto y se despide del muerto a través de un cristal. Es como comprar, qué sé yo, una hamburguesa en un AutoMac.
Qué necesario traer tu reflexión que dice que la lentitud nos conecta con lo humano, ¿no? Como que hay algo de eso, que al ir rápido perdés la humanidad, te volvés más máquina.
La prisa nos deshumaniza, la lentitud nos rehumaniza. Porque lo humano es lento..., las relaciones humanas son lentas... No puedes contratar a tres mujeres para que produzcan un bebé en tres meses. Las cosas tienen su tiempo, ¿no? No puedes, no sé, hacer que alguien se enamore de vos más rápidamente porque quieres casarte la semana que viene... o no puedes descargar una amistad de toda la vida de Amazon porque necesitas a alguien que te acompañe en un viaje de mochilero por Asia. Estas cosas tienen tiempo, y no solamente tiempo, sino atención, presencia, dedicación y conexión. Y sacrificamos esa humanidad en el altar de la prisa en muchos casos.
¿Creés que se puede cultivar el slow aun en las grandes ciudades?
Estoy convencido de que se puede porque yo lo he hecho, se puede hacer. Yo vivo en Londres que es una ciudad de una energía volcánica, y no me siento apurado, ando por la ciudad, ando en bicicleta, ando a pie, a veces manejo. Cuando cambiás el chip y llegás a cada momento pensando ¿cómo puedo vivir este momento plenamente?, eso te permite encontrar ese tempo justo que es un poco el núcleo de la filosofía slow, porque slow no es hacerlo todo a paso de tortuga... No soy extremista de la lentitud, me encanta la velocidad, a veces más rápido es mejor, pero no siempre. La clave del movimiento slow es buscar el ritmo adecuado, a veces rápidamente, otras veces vas como cambiando de marchas. Implica también la presencia, hacer una cosa a la vez. Pero si llegás con ese chip slow a una ciudad como Tokio, Nueva York, Buenos Aires o Londres, podés pasar por el paisaje urbano. Los demás corriendo como locos, pero vos permanecés con calma, con una tranquilidad interior.
¿Cuáles serían las claves para cambiar el chip a slow?
La primera es hacer menos cosas. Estamos crónicamente tratando de hacer demasiadas cosas. Si miramos el uso del tiempo, los estudios, es impresionante la cantidad de horas que tiramos por el borde, en cosas que son triviales, frívolas... Nadie se encuentra en su lecho de muerte mirando hacia atrás y diciéndose: “Ojalá hubiera pasado más tiempo en la oficina o en las redes sociales”. Pero son las dos cosas que chupan, que absorben, se tragan la gran mayoría del tiempo. Obviamente tenemos que pasar tiempo en la oficina. Y no es tampoco el fin del mundo pasar tiempo en las redes sociales, pero es una cuestión de buscar un equilibrio. De saber: “Yo laburo hasta tal punto”. Y punto. Parar. Porque nos hemos convertido en “haceres humanos”, en lugar de seres humanos. Tenemos que recuperar el arte de ser y de estar, en lugar de estar constantemente tratando de hacer una cosa más o hacer malabares con cuatro cosas a la vez..., y salir de ese carrusel de locura. Así que hacer menos es una primera clave.
¿Y cómo manejamos la adicción al celular?
Está el botoncito rojo off: usalo. Apagá las notificaciones. Porque si vos dejás abiertas las notificaciones, lo que estás permitiendo es darles el derecho a los demás de controlar tu tiempo y tu atención. Cuando las apagás, elegís vos cuándo mirás la bandeja de entrada. Yo tengo mis notificaciones permanentemente apagadas, nunca pierdo mensajes importantes, pero yo elijo el momento para mirar Instagram o el email. El resto del tiempo estoy presente, estoy ahí en el momento..., así que apagar las notificaciones. Otro pequeño tip con los celulares: esto es súper interesante... Han hecho estudios que demuestran que cuando dos personas están en una conversación en el mundo real, puede ser padre e hijo, dos amigas, colegas, una pareja, trabajo, lo que sea..., si hay un celular visible en la mesa, solo visible, no hace falta que vibre o suene o ilumine, esas dos personas mantienen la conversación en un nivel más superficial, hay menos conexión y se sienten un poco desconectadas. Así que un tip muy rápido para ir más lento es esconder el celular la próxima vez que te encuentres con alguien.
¿Cuáles pueden ser las señales que nos ayuden a detectar que estamos yendo demasiado rápido?
Cuando te sentís solo, aunque tenés superficialmente contacto con mucha gente..., pero si tenés un problema muy profundo, no sabés con quién hablarlo. Eso es una señal de que estás desconectado, estás viviendo de manera muy rápida. También aparecen los olvidos: cuando la memoria te falla, es otra señal de este problema. El cuerpo nos manda la factura, ¿no? Así que, si te cuesta dormir, o ante algunos problemas de salud, mirá tu velocidad, a ver si estás teniendo un impacto negativo, porque en muchos casos la respuesta será un sí muy sonoro.
¿Cuál es la relación con la velocidad y la memoria?
Cuando vivís muy acelerado, pasás por la vida volando y no se te pega nada. Y eso es algo que yo noté cuando empecé a desacelerar: que mejoró mi recuerdo, mi memoria de las cosas, porque estaba presente. Cuando estás presente y tenés tus cinco sentidos iluminados, recibís más estímulos, más información, y eso te queda. Y además, tenés capacidad como para grabarlo todo y disfrutar de eso después. El recuerdo es el mejor regalo: poder volver a mirar hacia atrás y revivir.
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