
¿Cómo hablarle de la muerte a un niño? Una psicóloga explica por qué el silencio no ayuda
Hablar de la muerte con un niño puede parecer difícil, pero el silencio o los eufemismos confunden y duelen más. Una psicóloga explica por qué es importante nombrar la pérdida y cómo hacerlo con sensibilidad.
26 de mayo de 2025

¿Cómo hablarle de la muerte a un niño? Una psicóloga explica por qué el silencio no ayuda - Créditos: Getty
Hay pérdidas que irrumpen y desordenan el mundo interno, pero lo que más duele y desorienta no siempre es la ausencia, sino la imposibilidad de nombrarla. En el plano social, la muerte sigue siendo un tabú: se evita, se disfraza, se recubre de imágenes simbólicas que intentan suavizar lo que desestabiliza. El cielo, el paraíso, la idea de que alguien “se fue a un lugar mejor” pueden brindar consuelo, pero cuando se imponen como atajos para no decir lo que duele, interrumpen el trabajo psíquico que requiere toda pérdida. Cuando no hay palabras, no hay elaboración ni proceso de duelo.
Frente a la muerte de un ser querido —un abuelo, una mascota, o incluso una figura más significativa—callar no alivia, en cambio perpetua el dolor. Los niños perciben todo, aunque no cuenten con los recursos verbales para expresar lo que sienten: registran las miradas esquivas de los adultos, el tono de las respuestas, los gestos, el dolor y el miedo. Y es justamente ante la falta de una explicación concreta cuando los niños reemplazan la verdad con una fantasía que, en la gran mayoría de los casos, suele ser todavía más dolorosa.
Un niño necesita saber que alguien ha muerto y que no va a regresar. No es la palabra “muerte” la que hiere, sino la confusión que se produce al percibir que todo cambia sin que nadie se detenga a explicar qué es lo que ocurrió.
El caso de Lucía nos sirve de ejemplo: Ella tenía seis años cuando murió su perra, Canela. En su entorno nadie pudo decirle la verdad. Su madre, profundamente afectada por la pérdida, sintió que no podría sostener el sufrimiento de su hija, y optó por una versión que para ella iba a resultar menos dolorosa: le dijo que Canela se había ido al campo con unos amigos, que estaba bien y que no regresaría por el momento.
Lucía no formuló preguntas explícitas, pero su mundo interno sí. Comenzó a tener dificultades para dormir, escondía la comida debajo de la cama y lloraba al separarse de su madre y cuando debía ir a la escuela. No era solo tristeza, sino un sentimiento de profunda soledad. A la pérdida de su perra se sumó la vivencia de haber sido dejada afuera de una verdad que también le pertenecía. No haber podido despedirse de su perra ni comprender la historia que le contaron provocó una gran sensación de abandono y distancia emocional con su madre, cuya voz ya no ofrecía seguridad, sino ambigüedad.
Lo que no se dice se intenta inscribir en el cuerpo o a través del juego. Por eso, más que una explicación perfecta, lo que necesita un niño es un adulto disponible que pueda sostener lo que siente sin anularlo, que escuche sin juzgar, que no censure el recuerdo ni interprete el llanto como fragilidad.
Recordar también es una forma de seguir queriendo. Como decía Freud, “recordar es el mejor modo de olvidar”. Y es en ese gesto íntimo —una fotografía, una anécdota, un objeto que permanece— donde puede comenzar, de manera genuina, el trabajo del duelo.
No se trata de superar una pérdida, sino de aprender a vivir con ella, los niños también pueden hacerlo siempre que cuente con alguien dispuesto a mirar y acompañar eso que duele. Y cuando esa tarea se vuelve demasiado difícil, porque el propio adulto está atravesado por el dolor, pedir ayuda profesional no solo es importante, sino necesario. Porque acompañar a un niño también implica animarse a buscar acompañamiento cuando uno no puede solo.
Por Ornella Benedetti @orne.benedetti, gentileza para OHLALÁ!
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